
Grandes malentendidos de la ciencia
Grandes malentendidos de la ciencia
Viernes, 10 de Octubre 2025, 11:15h
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Primavera de 1874. Halle, Alemania. Georg Cantor camina angustiado por su estudio mientras la lluvia repiquetea en su ventana. A los 29 años, este profesor acaba de completar la demostración más radical de su carrera: ha probado que existen infinitos de diferentes tamaños. En su escritorio están las páginas manuscritas que van a revolucionar las matemáticas, pero también van a convertirlo en un paria. «Dios me habla a través de los números», murmura mientras revisa sus cálculos por enésima vez. Está convencido de que recibe revelaciones divinas. Sus conclusiones son irrefutables, pero van contra dos mil años de tradición matemática.
La mayoría de la gente piensa que infinito es «un número gigantesco» o «algo que no tiene fin». Una forma elegante de decir «muchísimo». Error garrafal. Hay un montón de infinitos y tienen diferentes tamaños. Aunque la mecánica cuántica se basará en esa premisa absurda, todavía faltan 50 años para inventarla, así que los matemáticos más prestigiosos de la época piensan que Cantor está como una cabra.
La humanidad había lidiado con el concepto de infinito durante milenios, pero siempre con recelos. Para los babilonios, hacia el 2000 a. C., el cero era únicamente ausencia, vacío, jamás un número, y mucho menos una puerta hacia el infinito. Comerciantes, los babilonios llevaron el concepto de cero en sus caravanas hasta la India, donde sus matemáticos lo transformaron en un número genuino con propiedades aritméticas propias. Y con el cero como número real surgía la pregunta: ¿qué pasa cuando divides cualquier cosa entre cero? La respuesta era perturbadora. El matemático indio del siglo XII Bhaskara se dio cuenta de que la respuesta era infinito. Por cierto, el infinito también tenía otra propiedad extraña; podías sumarle o restarle cualquier número y permanecía exactamente igual.
Pero fueron los antiguos griegos quienes convirtieron el infinito en una crisis intelectual. Zenón de Elea desarrolló una célebre paradoja: Aquiles nunca puede alcanzar a una tortuga que tiene ventaja inicial, porque primero debe recorrer la mitad de la distancia que los separa; luego, la mitad de la mitad; luego, la mitad de esa mitad, y así infinitamente.
Asustado por las paradojas de Zenón, Aristóteles introdujo una especie de miedo ancestral al infinito. Se permitía hablar de cosas que no acababan, pero decir que eran infinitas se consideraba peligroso. Temía que esto llevara a contradicciones imposibles, además de chocar con su visión de un mundo físicamente limitado. Este tabú aristotélico dominó el pensamiento occidental durante dos milenios. Incluso en la Edad Media los matemáticos europeos siguieron huyendo del infinito como de la peste. Era como tener un arma muy poderosa, pero estar demasiado asustado como para usarla.
Georg Cantor había nacido en 1845 en San Petersburgo, hijo de un comerciante próspero y una mujer de profundas convicciones religiosas. Su infancia estuvo marcada por una educación matemática excepcional, pero también por una religiosidad casi mística. Para Cantor, las matemáticas eran revelaciones de la mente divina. Cuando comenzó a desarrollar su teoría de conjuntos en 1870, Cantor se enfrentó a una pregunta que había atormentado a los filósofos durante milenios. ¿Puede haber diferentes tipos de infinito? Cantor descubrió algo perturbador. No solo había distintos tipos de infinito, sino que algunos eran más grandes que otros de maneras que desafiaban cualquier comprensión.
Imagina que hay infinitos sombreros: Sombrero 1, sombrero 2, sombrero 3… y así hasta el infinito.
En cada sombrero hay infinitos papeles numerados: 1, 2, 3… hasta el infinito.
La intuición diría: «Si tengo infinitos sombreros y en cada uno infinitos papeles, ¡el total debería ser un infinito mucho más grande!».
Pero Cantor demostró algo sorprendente: todo ese conjunto (infinitos sombreros × infinitos papeles) se puede emparejar... Leer más
Sus colegas reaccionaron con horror. Pero Cantor siguió adelante. El escándalo llegó cuando probó que el conjunto de números reales (todos los decimales posibles, como 1,5; 0,333; 3,14…) era más grande que el conjunto de números naturales (los números que usas para contar: 1, 2, 3, 4, 5...).
Su demostración era demoledora. Imagina que intentas hacer una lista completa de todos los números decimales entre 0 y 1. Cantor probó que es imposible: por cada lista que hagas, él puede construir un nuevo decimal que no está en tu lista. Es como si el infinito de los decimales fuera tan grande que «se desborda» de cualquier intento de enumeración. «Si admitimos que hay infinitos de diferentes tamaños –escribió Cantor–, entonces debemos aceptar que hay una jerarquía de infinitos que se extiende sin límite. Cada infinito es contenido por otros infinitos mayores, en una escala que no tiene fin». Era una visión cósmica y aterradora. No solo había múltiples infinitos, sino infinitos infinitos, cada uno más grande que todos los anteriores combinados. La mente humana se tambaleaba ante semejante inmensidad.
Kurt Gödel dedicó años a crear una «demostración matemática» de la existencia de Dios. Su idea era simple: si es posible que exista un ser perfecto e infinito, entonces ese ser debe existir necesariamente, porque lo infinito no puede limitarse a un solo lugar o momento. La ironía es fascinante: el mismo hombre que mostró que hay verdades indemostrables intentó usar las matemáticas para probar... Leer más
La reacción de la comunidad matemática fue brutal. Se prohibió la publicación de sus trabajos y Cantor fue excluido de la vida académica. La presión lo llevó a crisis nerviosas. Durante la década de 1890 fue internado en varios manicomios, incapaz de soportar el rechazo de sus ideas que él creía revelaciones divinas. «Dios me ha mostrado la verdad –escribía desde el psiquiátrico–. Si mis colegas no pueden verla, es porque sus mentes están cerradas a la transcendencia».
David Hilbert –otro matemático alemán–, ya en el siglo XX, fue el primero que se atrevió a defender las ideas de Cantor. Es más, las convirtió en la base para fundamentar todas las matemáticas. Si Cantor tenía razón sobre los infinitos múltiples, entonces las matemáticas necesitaban nuevos axiomas –reglas básicas– que pudieran manejar estas nuevas realidades.
El plan de Hilbert era ambicioso: crear un conjunto de axiomas tan sólido que cualquier verdad matemática pudiera demostrarse a partir de ellos. Sería como tener las reglas perfectas de un juego perfecto, donde cualquier jugada posible estuviera permitida y fuera decidible. «Con los axiomas correctos –declaró Hilbert– podremos responder cualquier pregunta matemática. Todo será demostrable o refutable».
Pero el sueño de Hilbert duró apenas tres décadas. En 1931, un joven matemático austriaco llamado Kurt Gödel publicó dos teoremas que dinamitaron para siempre la esperanza de una matemática completa y perfecta. Ningún sistema matemático puede probar su propia consistencia. Es decir, nunca puedes estar seguro de que tus axiomas no te llevarán a contradicciones. «Hay verdades que podemos ver, pero no demostrar», escribió. El propio Gödel acabó fatal: desarrolló una paranoia extrema y solo comía lo que le daba su mujer por miedo a ser envenenado. Cuando ella fue hospitalizada en 1977, dejó de comer y murió de hambre. Es como si estos conceptos sobre el infinito trastornaran las mentes de quienes los descubren.
Irónicamente, los teoremas de Gödel demostraron que Cantor tenía razón: el infinito era la clave para entender las limitaciones de las matemáticas. Muchas de las verdades «improbables» de Gödel tenían que ver con propiedades de conjuntos infinitos.
Para manejar estos problemas, los matemáticos modernos han tenido que desarrollar nuevos axiomas sobre el infinito que van mucho más allá de lo que Cantor imaginó. Los números transfinitos de Cantor (marcados con la letra hebrea aleph) clasifican diferentes tamaños de infinito como si fueran tallas de camisetas.
Hilbert creó una paradoja famosa para explicar esto: imagina un hotel con infinitas habitaciones, todas ocupadas. Llega un huésped nuevo. Solución: mueves al de la habitación 1 a la 2, al de la 2 a la 3, y así infinitamente. La habitación 1 queda libre. Si llegan infinitos huéspedes nuevos, mueves a cada huésped actual al número de habitación que sea el doble del suyo, liberando todas las habitaciones impares. El hotel infinito nunca se llena.
Hoy vivimos en un mundo construido sobre las locuras de Cantor. Los algoritmos que ejecuta tu smartphone dependen de teorías sobre conjuntos infinitos. Los fundamentos de la computación moderna también. Incluso la física cuántica. Nuestra tecnología está limitada por nuestros conocimientos. Pero la imaginación no tiene límites...