Sexo, violencia...
Sexo, violencia...
Miércoles, 06 de Noviembre 2024, 12:47h
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Pensar en Rubens supone imaginar enormes mujeres de piel rosada. Y es que es verdad. No puede negarse que al pintor le gustaba el placer extragrande. Como persona rellenita, siempre me he sentido inmensamente agradecido de su existencia y de que, casi sin ayuda, se las arreglara para popularizar la gordura como motivo apto para viejos maestros. Gracias a él, podemos describir a una mujer grande, como 'rubensiana'.
Pero si se considera en detalle la primera época de Pedro Pablo Rubens (1577-1640) se revela el lado más desconocido de su persona. Rubens no era sólo un admirador inocente de la orondez femenina. Le corría una profunda vena de crueldad. Su opinión de las mujeres era crispada y confusa y el gusto por los desnudos de talla grande escondía una sed bastante inquietante de sexo y de violencia.
Evidentemente, no a todos se les había pasado esto por alto. Hojeando los metros de bibliografía sobre Rubens en mis estanterías, sorprende lo divididas que han estado las opiniones y cuántos detractores notables le han arrojado objetos punzantes a la cabeza. Byron, un misógino testarudo, afirmó que «nunca había estado tan asqueado ante un cuadro como con Rubens y sus mujeres eternas». Por su parte, William Blake, poeta, pintor y grabador inglés del siglo XVIII, observó un primitivismo chiflado en Rubens y descubrió algo inquietantemente regresivo en su relación con las mujeres. «Sus sombras son de un marrón mugriento –refunfuñó en una ocasión–, casi del color de los excrementos».
Mi opinión personal es que Rubens fue un adelantado a su tiempo. Su atracción por el sexo crudamente insinuado y la humillación desnuda de la mujer hablan al mundo moderno de temas de palpitante actualidad. Miren bien a Rubens, y verán a un tipo espeluznante. La vena misógina que apenas intenta esconder le proporcionó el combustible para lanzar un tipo de arte muy extremista al mundo. Fue el Quentin Tarantino del siglo XVII, no sólo porque disfrutaba con un montón de sexo y violencia en su arte visual, sino también porque esta violencia quedaba representada en un estilo de lo más elaborado. No es violencia real: es un ballet fúnebre, hermosamente coreografiado, con arañazos, mutilaciones, cuchilladas, estocadas y mordeduras llenas de acrobacia.
Fíjense, por ejemplo, en lo que ocurre en realidad en La masacre de los inocentes, la gran obra maestra de Rubens que costó al magnate de la prensa canadiense David Thomson un precio récord en una pintura, cuando lo adquirió en Sotheby’s por 50 millones de libras en 2002, después de tres siglos escondido porque sus atribulados dueños holandeses tenían miedo de enseñárselo a nadie. Lo cierto es que es difícil evitar la violencia en un tema como éste. Herodes había enviado a sus verdugos para que asesinaran a todos los niños varones nacidos en el país, porque uno de ellos se convertiría en el nuevo Mesías y no podía tolerar la competencia.
Rubens representa a los verdugos en pleno infanticidio con un entusiasmo repugnante. ¿Conoce alguna obra maestra más brutal? Yo no. Arañazos, mordeduras, tirones de pelo... La sexualidad mordaz en todo ello es inconfundible. Supuestamente nacida de la preocupación por la violencia infantil, en realidad más bien parece una violación. Si les parece que escribo con demasiado entusiasmo, déjenme explicarles que pocas veces me he sentido afectado de una forma tan visceral por una pintura como cuando ésta apareció en la National Gallery de Londres.
También es interesante el hecho de que el gore y la perversión en Rubens son gratuitos. El pintor llevó una vida tremendamente correcta. Nació en Siegen (Alemania) en 1577 de padre abogado y ascendencia flamenca, estudió con los jesuitas de Colonia, fue educado como un caballero y disfrutó de una carrera exitosa y fructífera. Tanto, que tuvo que contratar a todo un ejército de asistentes en su estudio, especialmente pintores, para producir en masa el sinfín de encargos que le hacían llegar. «Todos los cuadros de Rubens están pintados por empleados», se quejaba Blake.
Sin embargo, las pinturas que pertenecen a la primera época de su carrera están libres de contribuciones de terceros. Dejan a la vista al verdadero Rubens. Como ocurre con La batalla de las amazonas, mezcla de guerreras y hombres atractivos, gritos y jadeos. Las amazonas eran una tribu mítica de temibles guerreras, y a los griegos les encantaba encontrárselas en la batalla. La única utilidad de las amazonas para los hombres tenía que ver con la procreación; por todo lo demás, no las necesitaban.
A pesar de que muchas de las violaciones en las primeras pinturas de Rubens se suceden simbólicamente detrás de un ligero velo, hay multitud de ilustraciones explícitas en este sentido. La violación de las sabinas es una de las favoritas. Las travesuras de Zeus, otra, como se observa en Leda y el cisne, pintura de una obscenidad irreprochable; o cuando Zeus se encaprichó del bello Ganímedes, vino a la Tierra en forma de águila, dotada de afiladas garras que extraían sangre del cuerpo desnudo del muchacho.
Y para reconocer el apetito sexual y desenfrenado del pintor, nada mejor que observar minuciosamente la obra Sansón y Dalila. En ella, el hombre más fuerte del mundo aparece desplomado sobre la mujer, que muestra sus pechos sin preocupación. Este espectacular cuadro se pintó a comienzos del siglo XVII para colgarlo sobre la chimenea encendida de un respetable hogar de Amberes. Imagínense por un momento al propietario de la sala de estar que regresa a hurtadillas por la noche, con el fuego todavía caliente, para volver a mirarlo otra vez. Y otra.