
Menos para arenal de grano fino y oleaje emocionante, la Compostela ha servido para todo
28 feb 2021 . Actualizado a las 10:13 h.La gran ventaja de Vilagarcía como ciudad de veraneo es que no tiene una playa magnífica. Si nuestro arenal fuera como la playa de San Lorenzo de Gijón o la Concha de San Sebastián, no existiría la Vilagarcía que conocemos, tan manejable y tranquila, sino una gran urbe de recreo que en verano se poblaría de miles y miles de turistas. Eso debe de ser bueno desde el punto de vista económico, pero entonces Vilagarcía dejaría de tener la gracia de las villas marineras tranquilas, con veraneantes prudentes y caminantes comedidos que recorren su paseo marítimo con donaire y desenvoltura, pero sin masificaciones ni agobios.
A pesar de la ventaja de no contar con una gran playa, ventaja que no queremos ver, pero que ahí está, los vilagarcianos nos sentimos frustrados y desde que bañarse se considera una afición elegante y distinguida y las pieles lechosas dejaron de estar de moda… Desde entonces, o sea, desde principios del siglo pasado, Vilagarcía ha soñado con tener la playa que creía merecer: grande, con arena fina y con oleaje. Lo primero se consiguió de manera artificial, lo de la arena fina se complicó porque se optó por arena barata y basta y lo del oleaje va a ser que no, a menos que lo remedie el cambio climático.
De antiguo
La frustración vilagarciana por no tener una gran playa viene de antiguo. En las postales y las fotos oficiales de los años 60, aparece siempre una imagen de las playas de Compostela y A Concha durante la bajamar de un día de mareas vivas. Se retrataba una playa amplia, pero, en realidad, se trataba de un engañabobos para turistas incautos e impresionables.
Yo fui uno de los bobos engañados porque cuando tuve que escoger un lugar de España para vivir tras sacar unas oposiciones, vi una de esas fotos de playa con bajamar viva en un libro de mi padre titulado “Maravillas de España”, me emocioné y decidí que mi sitio estaba donde estaba esa playa. Se pueden imaginar mi chasco, el mismo que se llevaban los vilagarcianos cada vez que se asomaban al mar y veían que la marea alta había ocultado completamente su playa.
En su tiempo, o sea, en 1888, la playa de Vilagarcía entró en la antología chic del veraneo español con clase. La Gaceta de Galicia del 17 de julio de ese año publicaba una crónica describiendo la belleza de su recién inaugurado balneario: la belleza chinesca del edificio, el espacioso restaurante con mesas de mármol, la máquina eléctrica, construida en los talleres vilagarcianos de Alemparte para alumbrar 50 farolas, las 60 habitaciones de la casa de baños de placer, de algas y medicinales, el gabinete de lectura, el tocador de señoras, el mirador, el billar romano y el elegante salón central amueblado con cómodos divanes, cortinas suntuosas, vidrieras, piano…
En el libro engañoso “Maravillas de España”, se podían admirar fotografías, que recuerdo en color sepia, del muelle de hierro, del Casablanca, del palacete del Casino, de los palacios de los duques de Terranova y de Medina de las Torres en A Comboa y, sobre todo, de la playa de Compostela con marea baja. Curiosamente, al descubrir el engaño, es decir, al constatar que no había muelle de hierro, ni balneario chinesco, ni playa con inmenso arenal, no sentí ninguna frustración, sino que me mimeticé con el ecosistema y, en lugar de desesperarme, me sumé al anhelo colectivo de recuperar la playa, que era algo así como recuperar la Vilagarcía que fue, esa que llevamos 100 años persiguiendo y nunca alcanzamos, pero precisamente el acicate de la persecución nos da la vida y dibuja un proyecto en común que es nuestra razón de ser colectiva.
Hace 30 años, la playa de A Compostela era tan pequeña que no nos la creíamos. Después, se convirtió en una mezcla de arenal y prado herbáceo y nunca fuimos capaces de asumir que aquello era una playa. Cuando a mediados de los 90 concedieron la bandera azul a Vilagarcía, tampoco nos lo creímos. ¿Cómo iban a apreciar en Europa algo que no apreciábamos nosotros? Es más, en Vilagarcía se sospechaba que el ayuntamiento había comprado la bandera, lo cual era falso, pero esa sospecha explicaba por qué mirábamos la bandera, mirábamos el prado herbáceo y negábamos con la cabeza. Y claro, ante tanto escepticismo, acabaron quitándonos la enseña azul.
Vino después el palafito, que era una cosa muy rara y nunca se supo muy bien qué hacer con él. Lo único que nos complacía era el paseo marítimo, que, eso sí, permite tener una visión de la ría y de la ciudad que compensa las vicisitudes y desalientos que nos ha provocado la playa que no pudo ser.
Tirolinas, partidos de fútbol, espacios chill out y hasta campo da festa frustrado de la orquesta París de Noia. Menos para playa de arena fina y oleaje emocionante, la Compostela ha servido para todo. En esa búsqueda ansiosa y desesperada de la playa que no tenemos, el Concello de Vilagarcía va a rizar el rizo y, sorprendiendo con un giro, una metabolé, un cambio de fortuna inesperado, ha hecho una apuesta que simboliza como ninguna otra nuestra frustración secular: ya que no podemos tener la playa que soñamos, tendremos una piscina.