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Un cura enfadado, una policía lanzada a una fuente y una celebración alegal: los ingredientes perfectos para que la amenaza de que la Festa da Auga acabara prohibida estuviera a punto de hacerse realidad
09 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.Es muy probable que los que ahora se quejan de los excesos de la Festa da Auga fueran partícipes de los «incidentes» que se producían en sus inicios, cuando no había normas porque la fiesta era alegal. Hablamos de finales de los años ochenta. La fiesta comenzó de manera tímida pero en cuatro o cinco años se convirtió en un huracán que acabó enfadando, mucho y probablemente con razón, a las fuerzas vivas de Vilagarcía. El cura amenazó con no sacar a San Roque en procesión hasta su capilla porque alguna vez acabó mojado por un cubo lanzado a destiempo, y ser miembro de la banda de música equivalía a tener muchas posibilidades de acabar en la fuente de la plaza de España antes de que arrancara la subida. En realidad, hubo años que el parque de la plaza de España, el que está enfrente de la iglesia de Santa Baia, se convertía en un pequeño Woodstock, con el barro de la tierra del parque perfectamente mezclado con el agua de la fuente. No había reglas, y la única precaución que en aquellos años se tomaba por parte del Concello era retirar los peces de colores de las fuentes, labor que realizaban unos días antes operarios municipales ante el asombro del populacho.
El desfase iba en aumento, porque, aunque todavía sin llegar al macrobotellón nocturno en el que ahora se ha convertido, comenzaba a arraigarse la costumbre de estirar la juerga desde la noche hasta el mediodía. Locales había para ello y ganas también, así que buena parte del personal llegaba con el depósito lleno. Hubo una edición en la que el desfase llegó al máximo con una imagen surrealista: una agente de la policía local fue llevada en volandas hasta la fuente y sumergida en ella por una decena de jóvenes. La leyenda urbana cuenta que una monja acabó en las aguas del puerto de Vilagarcía, aunque este incidente nunca llegó a confirmarse. Sí el de la policía, que acabó en un juicio. Nueve fueron los encausados, y ocho los condenados. El fiscal los acusaba de atentado contra la autoridad, pero el fallo los condenó por una falta de ofensas leves a una multa de mil pesetas a cada uno. La sentencia declaraba como hechos probados que sobre las doce y media de la mañana del día 16 de agosto de 1988 «en plena efervescencia de la denominada fiesta del agua» los acusados «al grito de a por el municipal se dirigieron a una agente de la policía local, la agarraron por la espalda, la auparon y, a pesar de su tenaz oposición, la trasladaron en volandas hasta la fuente-estanque de la plaza de España donde la arrojaron al agua», contaba el fallo, que consideraba probado también que en su camino habían arrollado a un hombre causándole heridas que tardaron diez días en curar.
Con aquella lista de agraviados —el cura, la policía y quién sabe si la monja— el debate estaba en la calle y La Voz de Galicia tituló el 8 de agosto de 1989: «El Ayuntamiento pretende acabar con la llamada fiesta del agua durante el traslado de San Roque». En la información se explicaba que el concejal de Cultura, que era el ya fallecido Daniel Garrido y que se esforzaba en pedir moderación a los participantes en la celebración, no compartía la idea de nombrarla como «Fiesta del Agua» y cifraba en 300.000 pesetas (1.800 euros) los daños causados en las fuentes. Esa cantidad, que ahora aparece irrisoria, era un dineral. Cabe recordar que el concierto estrella de los festejos en aquellos años se llevaba 800.000 pesetas.
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El revuelo fue importante. Tanto como para que al día siguiente, el edil saliera a la palestra para matizar sus palabras y asegurar que ni él, ni el alcalde se oponían a que se arrojara agua. «Nosotros pretendemos que todo el mundo se divierta, pero dentro de un respeto y con cordura», manifestó a La Voz. Y así fue. Aquel año, la celebración no tuvo incidentes reseñables, más allá de alguna mojadura inesperada a quien todavía desconocía lo que se cocinaba en Vilagarcía a partir del mediodía del 16 de agosto.
La mecha estaba prendida y la parranda era imparable. Y en el año 1991, con el socialista Javier Gago en la alcaldía, el Concello decidió que era mejor poner un poco de orden en el despiporre. Aparecieron la zona húmeda, donde el calderazo estaba permitido, y las señales que advertían de que en esa fuente los peces estaban desovando. Era en la de la plaza de España, cómo no, y todo porque los encargados de sacar a los peces llegaron tarde aquel año y sus inquilinos ya habían tenido descendencia. Para capturar a los progenitores había experiencia, pero lo de pescar a los alevines era tarea imposible, así que se optó por ponerle una reja al estanque. También aparecieron los primeros camiones de bomberos. El ya fallecido José Luis Meléndez, entonces concejal y uno de los grandes defensores de la fiesta en sus inicios, era claro: «Esto no es gamberrismo ni desmadre, es espontaneidad sana en la calle».
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