
Ambos sufren esclerosis tuberosa, una enfermedad rara que les causa tumores en órganos vitales del cuerpo
01 jun 2025 . Actualizado a las 10:26 h.A los 14 meses, Mateo tuvo su primera crisis epiléptica. Fue en la sala de espera del pediatra. En cuestión de días, su familia ya estaba en el hospital clínico de Santiago, donde llegó el diagnóstico: una mutación de novo, igual que la de Nico, otro niño con el que, para sorpresa de sus madres, comparte un remoto vínculo familiar y una realidad clínica similar. Ambos fueron diagnosticados con esclerosis tuberosa, una enfermedad rara que provoca la aparición de tumores en órganos vitales como el cerebro, el corazón o los riñones, además de epilepsia resistente al tratamiento.
El caso de Mateo se complicó desde el principio. A diferencia de Nico, cuyas crisis epilépticas se estabilizaron con el tiempo, Mateo sufre episodios a diario. «Nos lo pintaron muy mal. Nos dijeron que cada crisis era como si se apagara una lucecita en su cerebro», recuerda su madre Iria. La vida de sus padres cambió por completo. Su madre, maestra, tuvo que dejar el trabajo. «Me ingresaron por ansiedad. Ves como tu vida salta por los aires con 30 años. Tenía pánico a las crisis», recuerda. Durante cuatro años, la familia vivió paralizada, incapaz de hacer planes. Mateo no podía ir al colegio debido a una inmunodepresión provocada por la medicación, y cuando intentaron escolarizarlo en un centro unitario —donde el grupo reducido facilitaba su atención— se les negó la figura del cuidador, a pesar de tener reconocido un grado dos de dependencia. “La respuesta de Inspección fue: ‘Si necesita más apoyos, que vaya a un cole más grande.' Es una lucha constante», lamenta Iria. Hoy, Mateo va a un colegio que su familia eligió por los apoyos especializados que ofrece. Ha sorprendido a todos terminando el curso leyendo y escribiendo. Aun así, las terapias necesarias para su desarrollo —fonoaudiología, logopedia, terapia con caballos— corren por cuenta de la familia, lo que supone un coste económico continuo. A ello se suma la reciente amenaza de alta médica por parte de la nueva foniatra asignada en el sistema público. «Es una política general: les están dando de alta a todos. Y es vergonzoso» lamenta su madre, que prepara una reclamación con apoyo de informes médicos.
Nico, de nueve años, vive una realidad parecida. Nació en Londres, y apenas dos semanas antes de su nacimiento, una mancha en el corazón detectada por ecografía encendió las primeras alarmas. Silvia, su madre, que vivía en el Reino Unido desde hacía seis años, volvió a Galicia al poco tiempo del diagnóstico. Su día a día es más estable que el de Mateo, pero no menos complejo. Tiene tumores en el cerebro, el corazón y los riñones, y aunque su epilepsia está más controlada, los controles médicos son constantes.
La madre de Nico también tuvo que dejar de trabajar. Durante tres años intentó compatibilizar turnos nocturnos con visitas médicas casi diarias, pero fue imposible. Nico está escolarizado en un colegio con solo 12 alumnos por clase, lo que facilita su integración. Tiene apoyos específicos, adaptación curricular y la fortuna de una comunidad educativa comprometida. «Ahora empieza a ser consciente de su situación», dice Silvia. También Mateo, que a sus pocos años ya identifica sus crisis, las verbaliza, y conoce su discapacidad con total naturalidad. «Sabe que tiene dos enfermedades raras. Lo explica a su manera, pero lo entiende», apunta Iria. Ambas familias coinciden en algo: lo más difícil no es la enfermedad, sino enfrentarse a una sociedad que no está preparada para acoger la diversidad. «Se habla mucho de integración, pero es solo un discurso. Falta compromiso real», denuncia la madre de Mateo. La soledad frente a la administración, la precariedad de los recursos públicos, la necesidad de atención constante y el esfuerzo económico colosal que tienen que hacer las familias marcan sus rutinas.