Supongo que cuando nuestro primer tatarabuelo se subió a lo alto del monte de A Curota y pudo comprobar las vistas de lo que es nuestro hogar, sin duda todavía mucho más hermosas que las de ahora, algo en su interior se removió hasta conmoverlo, tal es el efecto que provoca en nosotros la belleza. Aunque es un concepto absolutamente subjetivo y personal, todos la buscamos en nuestras vidas, ya sea en ese rostro que anhelas; en ese paisaje que te abstrae; en esa melodía que te subyuga o en esas palabras que te seducen.
Aunque en ocasiones lo olvidemos, vivimos por y para la belleza en todas sus formas y estados, en todas sus sonidos y silencios. Sin la belleza a nuestro alrededor somos tinieblas e incluso en la tiniebla misma alguna mente encuentra la hermosura.
No se confundan, no me he mudado a ese campo de caramelos en el que habitan los escritores de autoayuda -esos gurús neutrales que de una boñiga hacen una manzana-, es solamente que esta semana me he dado cuenta de que, a pesar de vivir entre tanto ruido y confusión y viéndonos aún en el peor de los escenarios al que nos puedan someter las circunstancias, el cerebro siempre saca un segundo para admirar y analizar la belleza y ese segundo nos sana, al menos un instante.
Quizá esto que digo sea de Perogrullo para algunos de ustedes, espero que sepan disculparme y más aún, que sean legión los que me tachen de necio por no haber sido mucho antes consciente de este hecho. Estaba buscando la felicidad cuando debería haber buscado la belleza.