Noia, a la busca de Jorge Manrique

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

MATALOBOS

15 jul 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

La huida hacia adelante conduce a la locura cuando el alma enajenada deja al descubierto las heridas más ocultas. Noia, en estos días, emprende cada año la huida inversa hacia la gloria que fue, en busca de los cantos perdidos, de las palabras prometidas, de las molineras orondas, de los magos perversos, de las princesas fatuas y de los caballeros de juramento fácil. No he leído, a lo largo de mi vida ningún texto que refiera una estadía del poeta soldado (un sosias de Miguel Hernández) Jorge Manrique en Noia. Tampoco he leído lo contrario, así es que prefiero creer que, tal vez entre los primeros peregrinos a Compostela, hubiese llegado al Portus Apostoli por ver el mar y los barcos que arribaban desde Britania y los puertos del norte.

Tal vez aquí, contemplando la descansada y bellísima entrada en el océano del río Tambre, comenzó a hilar los versos de sus coplas. En días como estos, al alba del último día de travesía medieval de este pueblo mío, mi villa amada, a muchos noieses se nos vienen a la cabeza entre los duendes del vino que se evapora con la respiración, las palabras de Manrique: «Cuán presto se va el placer/ cómo después de acordado/ da dolor. Cómo a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado/ fue mejor».

De esta angustia son testigos la paja diseminada por las calles, el olor del incienso que cuelga de las galerías y la humedad alcohólica de los arcos de piedra que sostienen una ciudad dormida sobre si misma desde el principio de las horas. El joven Jorge Manrique se llegó a los malecones y bajó sus rampas para abordar uno de aquellos veleros, por sentir su balanceo y palpar la lona de sus velas bendecida con salitre de algas. Y tomó nota en su pergamino viajero: «Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir./ Allá van los señoríos/ derechos a se acabar/ e consumir».

El poeta, en las noches medievales, ronda la penumbra densa de los soportales de O Curro, prueba las especies que los mercaderes traen de las anchas fronteras de Oriente y teje el amor con las doncellas que juegan a la gallina ciega en la Praza do Cantón. Sube a la muralla y otea el Finisterrae que conduce a los infiernos que habitan monstruos expulsados de los cielos hace millones de años. Reconoce en el idioma de las gentes que habitan la Villa, el paso de las legiones de Roma en su alucinante viaje imperialista. Prueba el pan candeal de las primeras hornadas y, sentado a la puerta de la tahona con un rayito de sol que alimenta su pluma, escribe: «Recuerde el alma dormida/ avive el seso e despierte/ recordando/ cómo se pasa la vida/ cómo se viene la muerte/ tan callando».

Suspira y mira al cielo limpio en el que bailan las golondrinas tempraneras. Recuerda la vetusta estepa castellana con su respiración agotada, su polvareda rancia y su oscuridad oculta en los eternos corredores de sus castillos. Y comparte la alegría de esta tierra nuestra bendecida por el aroma de la mar, por la fortaleza de sus robles y por la rotunda brillantez de sus cerezos. Duda si quedarse con nosotros, pero la muerte moza lo requiere y huye, huye hacia adelante buscando ese amor último que a todos nos aguarda en una cita colgada de las agujas de un reloj inexorable.