
Hay quien viaja para descansar y hay quien lo hace por el mero hecho de escapar de unas rutinas cada vez más tediosas. Yo lo hago para descubrir, aunque sin esa imposición cada vez más vigente entre los jóvenes por la que parece imposible encontrar la felicidad en tu propia casa. Yo, además, tengo la suerte de desayunar mirando como O Monte Pindo se levanta sobre la Ría de Corcubión, paisaje del que ya le gustaría gozar a más de medio mundo.
Así que la ilusión está en las nuevas experiencias, y pocas disfruto más que las que vivo dentro de los estadios y en las distintas previas. Mañana marcho para Argentina porque desde pequeño soñé con la Bombonera. Algo tiene Boca Juniors que emociona aún con un océano de por medio, su historia, el colorido, La Boca, su gente, Diego Armando Maradona... No encuentro una mejor manera de descubrir que a través de la pelota, ya lo decía Guillermo Francella: «El tipo puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión... Pero hay una cosa que no puede cambiar... no puede cambiar de pasión». Ya dentro, como el pintor vocacional que viaja a la capilla Sixtina, no pierdo detalle. La disposición de los asientos, los motivos de los cánticos, cada comentario de los aficionados, la infraestructura del estadio...
Habrá quien lo lea y le parezca una enorme estupidez recorrer más de 10.000 kilómetros para ver a veintidós tíos corriendo detrás de un balón. Que eso lo hice el domingo en Camariñas y, os aseguro, con la misma ilusión. Pero yo tampoco entenderé nunca a quien prefiere tumbarse al sol que ser bostero por un día. Estamos en paz.