El patio de recreo de A Coruña

A CORUÑA

En la plaza los niños son felizmente analógicos y corren, se pelean, juegan al fútbol y montan en patinete a la antigua usanza.
En la plaza los niños son felizmente analógicos y corren, se pelean, juegan al fútbol y montan en patinete a la antigua usanza. marcos míguez< / span>

María Pita es nuestra plaza mayor, el kilómetro cero y el manifestódromo

12 jul 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

En la plaza de María Pita está el kilómetro cero de A Coruña. El centro del centro. El meollo, el núcleo duro del 15001. Incluso hay quien discute dónde está no ya el kilómetro cero, sino el milímetro cero.

-El kilómetro cero está en la punta de la lanza de María Pita.

-Qué va a estar, hombre, qué va a estar. Está en la punta del pararrayos del palacio municipal.

Los coruñeses, cuando se ponen, le sacan punta hasta a la punta misma de la ciudad, que ya queda claro que no sabemos si está en la cocorota del ayuntamiento o en la pica que empuña la brava heroína.

Los turistas, que son unos cachondos, preguntan cosas muy graciosas sobre la virginidad de María Pita.

-¿Verdad que es la santa patrona de la ciudad?

Los niños juegan mucho en la plaza y le chafan las fotos a los turistas, que no paran de disparar con sus móviles a la estatua y al palacio municipal, al que también le buscan parecidos, estupefactos ante las escamas de cobre de sus cúpulas.

-¿Verdad que está copiado del Kremlin o de San Petersburgo?

María Pita, paradójicamente, nunca vivió en María Pita. Tuvo casa en la calle Herrerías, donde hoy está su museo, pero también en Santa María y Cortaduría, en la Ciudad Vieja. Y, como buena coruñesa, tuvo finca en las afueras, en San Cristóbal das Viñas y Sigrás. Cuatro matrimonios dan para muchas mudanzas. Y, entre cambio de marido y de domicilio, aún tuvo tiempo para repeler a Drake y sus huestes.

Cuando yo era pequeño todos los domingos íbamos al rastro de María Pita, que era un rastro muy molón, con su mercadillo de filatelia, numismática, cromos, postales y otros cachivaches extendidos por el suelo, en mantas de antes del top manta, o en mesitas plegables. No era el rastro de Gómez de la Serna, pero casi. Un día se cargaron el rastro porque descubrieron, cielos, que había más de un objeto a la venta que había sido afanado la noche anterior.

En aquella plaza del rastro había coches, suelo de gravilla y muchos arbolitos, con su parterre y todo. Luego llegó el párking y sepultó los coches bajo tierra, pero se llevó los árboles por delante. A los políticos modernos no les gustan los árboles, prefieren las farolas oxidadas, que son muy fardonas, muy de esas «plazas duras» que puso de moda Barcelona 92.

Creo recordar que en el rastro también se vendían muchos llamadores de puerta, esas manos de bronce apoyadas en una bola brillante, unas manos como cortadas o muertas que siempre me parecieron muy inquietantes, como si el que llamara a la puerta cogiendo a la casa de la mano fuese el Jack Nicholson sonriente de El resplandor.

Y hablando de pelis de terror, en la plaza está el ayuntamiento, que es donde los periodistas locales nos dejábamos las pestañas haciendo pasillos, cuando empezábamos en la cosa e íbamos llamando a las puertas de los concejales de la oposición y de los funcionarios, a ver si salía algo truculento de entre los legajos burocráticos.

Cuando hacía crónica municipal a mí lo que más me gustaba era deambular por la planta noble de María Pita mirando los cuadros. Me fascinaba el retrato de Picadillo, alcalde y gastrónomo, de Manuel Abelenda, que sacó al gran Puga y Parga con un busto al fondo que todavía no sabemos si es Goya o Beethoven, será que todos los sordos geniales tienen un aire. Y, sobre todo, me hechizaba el desnudo de Germán Taibo, que se exhibe en el Salón Dorado y que había que cubrir con un tupido velo cuando visitaban el palacio los gerifaltes del franquismo.

En María Pita hace unos años pusieron unas cajas de cristal donde encerraron a los clientes de las cafeterías, que hasta entonces estaban muy contentos con sus terrazas de toda la vida, con su sombrilla y su mesita al aire libre. Lo único bueno de estos terrarios humanos es que despejaron los soportales, que en las tardes de lluvia sirven para que los niños corran y se peleen por el patinete a cubierto.

A los niños de ahora muchos los ven como unos yonquis tecnológicos, pero luego les das un balón o una bici y en seguida se ponen a jugar, así que no hay que ponerse apocalípticos.

Porque María Pita es nuestra plaza mayor, el kilómetro cero, el manifestódromo, el rockódromo y el solar donde un día se levantó el palacio municipal, en el que su arquitecto, Pedro Mariño, tuvo las agallas de calzar sus iniciales, PM, bajo el óculo de vidrio que decora su fachada. Correcto. Pero, digan lo que digan los agoreros, los cenizos y los que se suicidan todos los miércoles a las cinco en punto, María Pita es el gran patio de recreo de A Coruña, donde los niños saltan, corren y juegan sin pausa desde hace cien años. Porque en María Pita los nativos digitales todavía son felizmente analógicos.