El sátiro judío que perdió un Nobel

César Casal González
CÉSAR CASAL REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

ERIC THAYER | Reuters

Roth tendría serias dificultades para publicar hoy novelas como «El lamento de Portnoy»

24 may 2018 . Actualizado a las 07:39 h.

En literatura, como en casi todas las artes, hay una cadena, unos autores heredan de otros, se contagian y así pasa el hilo de tinta de unos creadores a otros a lo largo de los siglos. Philip Roth es el eslabón siguiente a quien él mismo proclamó su maestro, Saul Bellow, como Bellow fue el que recogió la pluma de Isaac B. Singer. Los tres eran judíos y solo dos premio Nobel. El que se quedó sin el galardón fue Roth, el hombre que ayer respiró sus últimas palabras, a los 85 años, en Manhattan. Hace seis, en el 2012, había dicho que no más libros, que el mundo sería ya de las pantallitas y que la literatura como la suya quedaría para una minoría que todavía quiere reflexionar.

No le faltaba razón. En esta Era de lo Instantáneo no sé si tiene mucho sentido explicar quién fue Philip Roth, uno de los mejores novelistas norteamericanos. No sé si hay mucha gente que todavía quiere disfrutar de leer una novela larga que le obligue al sano ejercicio de pensar. Pero si lo quieren hacer antes de pasar a otra página o pantalla, pasen a una página o pantalla donde puedan leer su primer gran éxito: El lamento de Portnoy. Otra paradoja del siglo XXI es que es una obra que hoy tendría dificultades para ser publicada por su elogio de la masturbación. La explosión de la adolescencia y la batalla de las hormonas tiene su cruz en los granos, y su cara, en ejercer el vicio del alivio. Las aventuras del protagonista, Alexander Portnoy, alter ego de Roth, como su mítico Nathan Zuckerman (no confundir con Zuckerberg) en trabajos posteriores, podría llegar a ver la luz, pero serían crucificadas en las redes sociales por solipsistas y sexistas. Y es que el sexo es uno de los motores clave de casi toda la obra de este sátiro (y de muchas cosas en la vida de cualquiera). El siguiente paso en el juego erótico en Estados Unidos sería ya John Updike, al que hoy se quemaría directamente en la hoguera de las barras bravas digitales por rijoso. Ya no hay distancia y todo es susceptible de ser utilizado en tu contra.

Pero a Philip Roth le debemos una trilogía americana increíble y otra docena de libros que compiten solo con los más grandes. El teatro de Sabbath son las páginas de la maldad. Sus cuatro novelas cortas, las de despedida, nos hablan de la crueldad de la edad, cuando llegan las enfermedades. Nada de lo humano le era ajeno a este Shakespeare norteamericano. Le dejaron sin Nobel, ojalá no hagan lo mismo con su colega Joyce Carol Oates, que está a su altura. Para entenderlo en nuestra lengua, Roth es una especie de Mario Vargas Llosa, el novelista profesional que nunca falla. Y ella, Joyce Carol Oates, tendría otra potencia fabulosa al estilo de un Gabo, sin prosa mágica, pero con una facilidad feliz para contar millones de historias.

Tanto Roth como Carol Oates se merecían el gran premio que, casualidad del destino, no se ha entregado por lamentables abusos, justo el año en el que ha enmudecido Roth, ¿una venganza del destino? Los dos deberían de haber coronado su carrera así porque llegan al gran público. Hay narradores norteamericanos de la misma calidad, pero más difíciles a lo hora de enfrentarte a ellos: Thomas Pynchon, Don DeLillo. Tal vez Cormac McCarthy sea el más asumible de los raros.

Philip Roth escribía bien y divertido. Cuando utilizaba la ficción decían que emboscaba sucesos de su complicada vida personal y sentimental. Y, cuando hizo autobiografía, le acusaron de hacer ficción. Él decía siempre algo clarificador: «La ficción es la mejor manera de reflejar la realidad en un país cuya realidad supera tanto a la ficción». ¡Qué pena que no nació español!