Los mejores museos del mundo acogen sus rotundas y voluptuosas esculturas y pinturas
16 sep 2023 . Actualizado a las 19:01 h.Colombia llora a un genio. Fernando Botero (Medellín, 1932) murió este viernes en su estudio en Montecarlo (Mónaco). El prolífico pintor, dibujante, escultor y escritor, calificado al unísono por la prensa local como «el artista colombiano más grande de todos los tiempos», deja una obra majestuosa, con un sello único e inconfundible. Sus seres voluminosos —figuras rotundas y voluptuosas—, padres, madres, niños, músicos, curas, monjas, toreros y animales, son expuestos en los museos y las calles de todo el planeta, dejando tras de sí un rastro onírico de profunda colombianidad, siempre presente en sus obras.
«Recuerdo que una vez vino la televisión francesa a hacer una película sobre mí, con gran entusiasmo a filmar el mundo de Botero... Yo dije, olvídese, aquí usted puede ir por todo Colombia y no lo va a ver en ningún sitio. Solamente el día que salga de Colombia, va a tener la sensación de que vio el mundo de Botero. Cuando salga, le va a quedar una esencia, un recuerdo global, y va a decir, sí, ese es el mundo de Botero», confesó, en 1998, al diario El Colombiano.
También solía insistir en negar uno de los tópicos que pesaba sobre su obra. Así lo explicaba a Efe con motivo de una exposición en Bilbao: «No he pintado una persona gorda en mi vida. He expresado el volumen, he buscado darle protagonismo al volumen, hacerlo más plástico, más monumental, como si fuera casi comida, arte comestible. El arte debe ser sensual: en ese sentido lo digo», precisó.
Botero nació en la capital paisa cuando ninguno de los altos edificios que ahora la distinguen había sido construido. Su padre, un hombre de negocios, murió cuando él tenía solo cuatro años. A su madre le confesó en su adolescencia que quería ser pintor. «Fantástico», le respondió; al resto de su familia le pareció peor.
El artista asegura que no pintó un cuadro con el que quedara satisfecho hasta los años sesenta, pero con quince ya había participado en una muestra colectiva en Medellín y no paró desde entonces. En 1952, tras estudiar y exponer en solitario en Bogotá, ganó un premio que le permitió viajar a Europa. Forjó su estilo visitando algunos de los museos más importantes del Viejo Mundo.
En 1960 ganó un premio Guggenheim que le permitió exponer en el prestigioso museo neoyorquino, despegando definitivamente su carrera, a partir de ahí meteórica. En los 70 ya tenía estudios en varias ciudades, como París, y su obra lucía expuesta en las relevantes galerías del globo.
El irreverente Botero, que hizo de su paleta cromática otro de sus sellos, se atrevía con todo. Satirizó a la Iglesia, se burló de la aristocracia e incluso se atrevió a plasmar las décadas de violencia vividas en su país con óleos y dibujos sobre guerrillas y narcotraficantes.
Su ciudad natal, Medellín, apostó por él durante su época más oscura, comprando decenas de esculturas en los 80, cuando era una de las urbes más peligrosas del mundo.
Botero murió en su estudio, por una pulmonía, y pintó hasta sus últimos días. «Lo más terrible de la idea de la muerte para un artista es saber que no podrá pintar más. Yo quiero morir como Picasso, que, a los 93 años, después de pintar un cuadro —malísimo, como los que hacía al final— se fue a cepillarse los dientes a las dos de la mañana y cayó muerto», confió a la revista Diners el artista colombiano, recordado ahora en todo el mundo.
Su obra, un recorrido por los claroscuros de Colombia
La obra de Fernando Botero también sufrió la huella de la violencia en su natal Medellín. En la noche del 10 de junio de 1995, un artefacto explosivo colocado en su monumento El pájaro, situado en el centro de la urbe, mató a 23 personas que participaban en una celebración local.
La onda expansiva de los diez kilos de dinamita reventó la estatua y dejó también numerosos heridos entre los presentes que se divertían al son de la música.
Nunca se supo, a ciencia cierta, quién colocó la bomba. Horas antes había sido detenido Gilberto Rodríguez Orejuela, líder del cartel de Cali, y algunos creyeron que aquello fue un brutal acto de venganza de ese grupo de narcotraficantes. Posteriormente un comunicado de la coordinadora guerrillera Simón Bolívar reivindicó el atentado, pero tanto las FARC como el ELN negaron la veracidad del mensaje.
Botero se implicó pronto. Prometió producir una segunda estatua, con la condición de que la primera permaneciese en el mismo lugar, aunque estuviese reventada, como «monumento a la imbecilidad y a la criminalidad del país» y recuerdo de los estragos de la violencia. Desde hace más de dos décadas ambas estatuas conviven en el mismo lugar, siendo conocida la dinamitada como El pájaro herido.
Las dualidades de Colombia siempre están presentes en su producción artística. «Ha muerto Fernando Botero, el pintor de nuestras tradiciones y defectos, el pintor de nuestras virtudes. El pintor de nuestra violencia y de la paz. De la paloma mil veces desechada y mil veces puesta en su trono», elogió el exguerrillero, y ahora presidente colombiano, Gustavo Petro.
Del guerrero de la Casa del Hombre a los cuadros sobre las torturas en Irak
El arte de Botero dejó su huella en Galicia, con dos grandes hitos. El que permanece físicamente es la gran escultura que creó para la escalinata de acceso a la Casa del Hombre coruñesa. Su oronda figura de «El guerrero» preside el edificio diseñado y construido por el arquitecto japonés Arata Isozaki. Y el que dejó un impactante y hondo recuerdo fue la exposición que celebró en Vigo en la Casa das Artes y que incluía una serie de pinturas que dedicó a las torturas cometidas por el ejército de EE.UU. en la prisión de Abu Ghraib, en Irak.