«La bala de dios» explora en Sitges las sectas satánicas en un fresco de ultraviolencia

José Luis Losa SITGES / E. LA VOZ

CULTURA

Siu Wu | EFE

Ernesto Alterio reina sobre la negrísima farsa argentina «Moscas»

07 oct 2023 . Actualizado a las 16:50 h.

 No hay en el cine norteamericano una filmografía demasiado extensa sobre el mundo de las sectas satánicas. Conoció el tema un furor con el drama de Cielo Drive donde la banda de Charles Manson bajo el famoso Helter Skelter asesinó a Sharon Tate y a sus invitados hace 54 años, pero pese a estar muy inscrito en la subcultura del país son contadas las películas que abordan a esta fauna siniestra. God is a Bullet (La bala de Dios) habla de una tropa de esta especie. Y parte también de su invasión de una casa por las bravas, de ejecuciones macabras y del secuestro de una adolescente. La dirige Nick Cassavetes, cuya carrera no se puede seguir que haya seguido la línea underground que fundó su padre.

De hecho, desde aquella cota del celuloide almibarado llamada El diario de Noa, de la que se cumplen veinte años, había dado muy pocas noticias, todas inscritas en la comedia romántica de escaparate. Por eso sorprende que Casavettes retorne con un filme de una explicitud violenta brutal. God is a Bullet parte de un esquema que entronca con el cine clásico: la búsqueda de una niña raptada por los salvajes, en una lucha contrarreloj para evitar que sea irreversiblemente abducida. De eso iba una de las cimas de John Ford, Centauros del desierto. Y aproximándose más al territorio dramático de la película de Cassavetes, Hardcore, de Paul Schrader. Aquí es el padre de la cría -Nikolaj Coster Waldau- el que sigue durante dos horas y media el rastro evanescente del grupo de adoración satánica que la raptó.

En los pliegues de esa búsqueda -que se respira a ratos narrativamente poderosa y otros algo desmadejada- anida una singular buddy-movie: la que Coster-Waldau constituye con una mujer que fue seguidora de la secta y que ahora persigue su redención. Por encima de estereotipos, esa relación desigual, casi imposible, entre un ultraconservador metodista y una joven que detesta los cultos religiosos o paganos palpita en su veracidad, en la que tiene una buena parte del mérito la actriz Maika Monroe, quédense con el nombre.

Y hay otra influencia bien visible en God is a Bullet: la del universo de la última etapa Clint Eastwood. Queda Cassavetes lejos de alcanzar ese territorio excelso y le faltan a Nikolaj Coster-Waldau, años y peso actoral para abarcar todo lo que querría representar. Pero, aún quedándose a medias en sus ambiciones, la película es una tecla bien curiosa en las sinfonías del cine de revenge. Camina por ese filo de lo reaccionario pero -y esto es bien propio de Eastwood- reparte culpabilidades entre esta banda de estética heavy y líder nada carismático y la biempensante sociedad norteamericana del rifle y la biblia.

 La coproducción hispano-argentina Moscas es el segundo largo del vasco Aritz Moreno, a quien temía mucho porque su opera prima, Ventajas de viajar en tren, fue celebrada por algunos como una genialoide comedia subversiva y divina de la muerte. Y a mí todavía me entran retortijones si pienso en su nivel de necedad vacua y pagada de si misma.

Ernesto Alterio «se come» la película

En Moscas, Moreno rueda en Buenos Aires la adaptación de una novela del argentino Kiko Ferrari en la que se cuenta como cada triunfador tiene su cadáver en el armario. Más concretamente, en Moscas el fiambre se le aparece a este hombre de negocios de nulos escrúpulos en el maletero de su coche. A este constructor de cinismo inusitado y amoralidad monumental le pone facciones, miradas y deje porteño Ernesto Alterio.

La suya es una transformación formidable. Cada uno de sus rictus, de sus golfadas, de su manera de entender la vida como cambalache hediondo, es una lección de composición de personaje chorro y universal que se disfruta por sí sola. Es tan enorme el despliegue de Alterio -hijo de un grande que aquí accede a un escalón en el cual puede mirarlo de tú a tú- que no solo amenaza sino que termina por comerse a la película. Pero no es este un problema de sobreactuación ni de ego de actor.

Sucede que el guion de Moscas posee una escritura plagada de quiebras, de incongruencias, de excesos. Y su estructura en capítulos, a modo de flash-backs que parecen pálidas parodias de aquella opera magna de los libretos cinematográficos llamada Pulp Fiction, es caprichosa, de una arbitrariedad equivalente a la que preside los volantazos sin rumbo de esta historia, mal escrita y peor dirigida.

Aún en esa deriva, esta trama macabra que va engrosando alegremente su lista de muertos en el día de furia de Alterio, posee algunos enloquecidos gags negrísimos que funcionan por si solos y motivan la carcajada o la hilaridad sardónica. Pero no evitan que Moscas vaya bajando su buen vuelo inicial hasta desplomarse. Quien se queda arriba, muy arriba, y ahí sigue en la memoria es ese Ernesto Alterio de villanía colosal. Y no se le intuye colgado de la brocha, sino celebrando el quilombo de one man show en plenitud que despliega e inmortaliza.