La ciudadela de Lérida: una catedral entre fosos y baluartes

CULTURA

Manuela Mariño

La Seu Vella, retirada al culto a finales del siglo XVIII y convertida hoy en un gran espacio cultural y artístico, se alza en el montículo fortificado, próximo al río Segre, que dio origen a la ciudad catalana

22 mar 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

La ciudad de Lérida, oscurecida por la grandeza de Barcelona y la solera de Tarragona, tiene su origen en un montículo, próximo al río Segre, fortificado por los ilergetes. Los veinticuatro siglos que tiene de historia vieron merodear por allí a los cartagineses, a los romanos de Marco Porcio Catón (195 a. C.) —vencedor de Indíbil y Mandonio— y a las huestes de César y Pompeyo. Después vinieron los visigodos (año 375) y los árabes (719), hasta que Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, se la arrebató a los almorávides en 1149. Desde 1264, bajo el reinado de Jaime I el Conquistador, se convirtió en una plaza fuerte del Reino de Aragón.

La conformación de la actual ciudadela —el Turó de la Seu Vella— se inicia con la construcción, en el 832, de la alcazaba árabe —la Al Suda—, en cuyo solar había una iglesia paleocristiana y visigótica que, convertida entonces en mezquita aljama, fue rehabilitada como iglesia en 1150. Y, sobre este espacio sacralizado, el rey Pedro I el Católico, en 1203, puso la primera piedra de una gran catedral.

La catedral es proto gótica, caracterizada en muchos aspectos por la estética y los espacios del románico. Tiene tres naves delimitadas por robustas columnas poligonales, dotadas de series de capiteles de diversa y magnífica autoría, con temáticas de fantasiosas alimañas, complejos entrelazados, órdenes clásicos y hojas y escenas simbólicas de muy delicada factura. En los muros interiores del templo perviven excelentes arcosolios, del gótico tardío, que recuerdan el esplendor que alcanzó la vieja catedral.

Especial mención merece el claustro del siglo XIV, que, adosado a la fachada occidental, como si de un atrio clásico se tratase, exhibe hacia el sur enormes arcadas, con tracerías de exquisita filigrana, que generan un ambiente inimitable, que, si en parte nos invita a la placidez claustral, también se abre, como un balcón, a las alegres vistas de la ciudad y el Segre. El acceso occidental se realiza por el claustro, a través de una hermosa portada gótica —de los Apóstoles— con figuras en las jambas y estatuas en las arquivoltas. Y el paso del claustro a la catedral se hace por una puerta más funcional y de menor relieve. La catedral tiene tres puertas laterales, dos de ellas en los hastiales norte y sur —la Anunciata y San Berenguer—, y una tercera, la Porta dels Fillols, que franquea la nave sur, con cinco arquivoltas y una profusa decoración geométrica y figurativa. Sobre el crucero se levanta un cimborrio octogonal, con bóveda de crucería y ventanales de iluminación, que también determina la visión exterior del templo.

Adosada al ángulo sur del claustro se alza la airosa torre octogonal, del siglo XV, que hace visible la catedral desde la ciudad, la vega y el AVE, y que, por ser una perfecta vigía, explica la desgracia de esta Seu que, encerrada entre fosos y baluartes, fue ocupada por las fuerzas de Felipe V durante la Guerra de Sucesión y transformada en cuartel. Los militares dividieron sus naves en dos pisos para ganar espacio cuartelero, y encalaron sus paredes y capiteles. Y en 1797 —tras la consagración de una vasta catedral neoclásica en la parte baja de la ciudad—, cerraron la Seu al culto. Su condición cuartelera duró hasta 1948, tras soportar el cerco de las fuerzas napoleónicas y todos los sucesos del agitado siglo XIX español. Terminada la Guerra Civil, que la usó como prisión, la Seu fue evacuada por el Ejército y entregada al Ministerio de Educación, que repuso sus espacios, restauró lo que era restaurable, y convirtió la ciudadela, y especialmente su Seu Vella, en el impresionante espacio cultural y artístico que mejor representa, enseña e identifica a la ciudad de Lérida.