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Marilyn, escupir sobre su tumba

José Luis Losa

CULTURA

«Happy birthday, Mr. President». 19 de mayo de 1962. Marilyn Monroe felicitó el 45.º cumpleaños al presidente JFK, al que cantó cariñosamente en la fiesta celebrada en el Madison Square Garden de Nueva York.
«Happy birthday, Mr. President». 19 de mayo de 1962. Marilyn Monroe felicitó el 45.º cumpleaños al presidente JFK, al que cantó cariñosamente en la fiesta celebrada en el Madison Square Garden de Nueva York.

El atrabiliario ataque a la figura de la actriz que encierra la última novela de James Ellroy renueva el maltrato a que la sometió la trituradora de Hollywood

23 mar 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Comentaba Billy Wilder que casi todos los libros que había leído, incluido Guerra y paz, lo había hecho mientras esperaba a Marilyn Monroe en el set de rodaje. «No necesita lecciones de interpretación —afirmaba—. Lo que sí necesita es ir al Colegio Omega en Suiza, donde dan lecciones de puntualidad superior». También decía que se habían escrito más libros sobre Marilyn que sobre la Segunda Guerra Mundial. Esa perdurabilidad de M.M. es algo así como la atracción lunar de las mareas, en la medida en que la muerte de Monroe es el pináculo de dos corrientes que confluyen: la de la amplificación de la cultura pop y la de las órbitas conspiranoicas.

En una década como la de los 60, con tanto cadáver exquisito y tanta carne de complot con figuras como Luther King, John y Robert Kennedy, Patricio Lumumba, el Che Guevara, Malcolm X o Brian Jones, la que al final se eternizó fue Monroe. Ella, que siempre supo transgredir los tiempos, que pasaba media hora en el lavabo de una cafetería —como recordaba Truman Capote— o concedía a Wilder horas para terminar de leer también Los miserables, ha logrado la inexpugnable inmortalidad. Por encima de los idus de marzo de Julio César y de la desafortunada Lady Di, que ni siquiera tuvo derecho a un himno porque su Candle in the Wind fue escrito por Elton John para Marilyn. Todo resta apisonado por la modesta casa de estilo colonial del Brentwood angelino donde el 4 de agosto de 1962 se produjo lo que deberíamos asumir que fue todas las muertes, la muerte.

A ese alud de libros sobre M.M. que asustaba a Wilder hay que sumar dos piezas de literatura esencial: Blonde, majestuoso relato-río de Joyce Carol Oates, y Últimas sesiones con Marilyn, en donde Michel Schneider enhebra un cuento de transferencias emocionales y de esclavitudes dolorosas entre M. M. y el doctor Ralph Greenson, el último de los psiquiatras que la trató.

La Blonde de Oates casi muere por aplastamiento después de que Netflix financiase en el 2022 la discutible adaptación cinematográfica de Andrew Dominik, con una Marilyn filmada desde el útero, fetos parlantes y otras boberías de estilo. En su defecto, la película descartaba la parte que recuerdo sublime en el libro: ese encuentro de Marilyn y Clark Gable, ambos al filo del último suspiro, en el rodaje de la formidable Vidas rebeldes. Oates supo extraer una gema ya intuida en la pantalla: la relevancia que para M. M. tuvo en ese momento Gable, quien vino a cerrar lo que fue una de las búsquedas vitales traumáticas de la actriz: el encuentro, al final del camino, con la figura del padre. Gable supo oficiar ese rol como un inesperado aliento postrero. Su corazón reventó diez días después de concluir el rodaje en el desierto de Nevada, donde los caballos salvajes se confundían con la agonía cimarrona de tres astros que se apagaban.

Desprecio misógino

Pero yo quería hablarles de James Ellroy. He admirado con visceralidad su literatura noir delirante y quebrantahuesos. No me ha molestado su panoplia de incorrección política, su misoginia paradójica, el racismo o la homofobia de sus atmósferas. La danza de la muerte que acarrea desde la violación y asesinato sin resolver de su madre, cuando él tenía diez años. Basta con leer su perturbador autoanálisis en Mis rincones oscuros para saber que su literatura, una orgía de excesos paroxísticos, fue para él una terapia. Ya no. Sus dos últimas trilogías destilan agotamiento y trampantojos.

Acaba de editarse en España Los seductores, un Ellroy situado de nuevo en lo más sórdido de la mitad del siglo XX norteamericano. Pero con un cebo comercial artero: Marilyn Monroe es la clave de bóveda de su nueva francachela regida por la hiperviolencia. Por el delirium tremens o el colocón de barbitúricos como estado natural. Y Ellroy hace desfilar a la alegre muchachada que habitó las entrañas, cimas o sentinas, del país: Bobby y John F. Kennedy, Jimmy Hoffa, Edgard Hoover o Frank Sinatra. Todos ellos excitados y febriles porque M. M. ha aparecido sin vida en Brentwood Heights. Tampoco es nuevo en el universo salvaje de Ellroy meter en danza a un Hollywood Babilonia de chismorreo antiguo. Y Ellroy salpica sus páginas de pseudoprovocaciones: el sexo oral que Ava Gardner le practicó a Lana Turner; el travestismo y los chaperos de Roddy McDowall. Los micropenes de Richard Burton o JFK. Son chacinería cuartelera, fea pero inofensiva.

Me parece inaceptable el desprecio brutal hacia la figura de Monroe. Para Ellroy es solo carnaza. Reproduce en el 2023 el maltrato al que la sometieron aquella trituradora de Hollywood y sus magnates. Ellroy declara que no investigó en absoluto sobre ella ni le interesa. Pero la sitúa en su trama como una delincuente perturbada que participa en un secuestro. Le parece un ser abominable. Y de talento nulo. Escupe sobre su tumba.

Marilyn (como Wilder gracias a ella) leyó a Tolstói y a Victor Hugo, algo que dejó acreditada su biblioteca personal. Ellroy presume de desconocer a Chéjov.

Cierro el libro que luce en su tapa a esa Marilyn mancillada como reclamo de novelista que se sabe seco. Abandono a Ellroy, al que leía desde hace más de treinta años. Recuerdo a Arthur Miller. No voy a defender cómo se permitió, con su ex mujer recién velada, mercantilizarla cuando estrenó en 1963 Después de la caída. Pero al menos Miller exorcizó el fantasma de M.M. con una pieza teatral notable.

Piensen —el precio de ser la Gran Inmortal— en la monetización actual de Marilyn. Netflix, Ellroy. O Kim Kardashian, con su carne de reality grasiento, destrozando el vestido con el que M.M. sopló en el Garden la última vela real del cumpleaños de Camelot. Me refugio en Capote. Fue muchas veces el más cruel. Pero vuelvo a leer su manera de arropar a una Marilyn que le preguntaba: «Si alguna vez te preguntaran cómo era yo, cómo era en realidad Marilyn Monroe, ¿cómo contestarías a esa pregunta? Apuesto a que dirías que era una palurda…».

«Por supuesto —respondía Capote—. Pero también les diría… Yo diría... Diría que eras una hermosa criatura».