La esgrima literaria de Tallón y Bergareche que terminó en empate

Carlos Portolés
Carlos Portolés A CORUÑA / LA VOZ

CULTURA

Tuvieron una charla ayer en la Fundación Marta Ortega Pérez, en A Coruña

31 jul 2025 . Actualizado a las 14:48 h.

¿Pueden los escritores ser amigos? Juan Tallón y Jacobo Bergareche se sentaron ayer, en el reducido auditorio de la Fundación Marta Ortega Pérez, a torearse amablemente el uno al otro con la excusa de responder a esta pregunta.

Tallón adoptó, quizás, una postura más escéptica. Más reservada. Confesó que, en los primeros compases de su relación, no tragaba a Bergareche ni con agua. Y sin embargo fue precisamente eso lo que en el futuro terminaría por extender lazos más tersos y vibrantes. «Hemos acabado siendo amigos porque no cometimos el error de hacerlo todo bien desde el principio. Hay que empezar por los errores».

No es de extrañar que en el primer contacto se repelieran. Forman un binomio de noche y día. De agua y aceite. Ambos geniales (con mucho genio) a su particular manera. Pero es innegable que se parecen como un huevo a una castaña. Divergen, antes que nada y sobre todas las cosas, en su concepción del proceso creativo. Por ejemplo, decía Tallón: «Yo quiero estar escribiendo todo el tiempo. Levantarme a las 6 de la mañana y ponerme a escribir. Para mí es un estadio de felicidad». Una autoarenga entusiasta que dejó los pulmones de Bergareche en fatiga instantánea. «¡Qué barbaridad!», farfullaba un poco para sí y un poco para todos.

El placer sublime, el éxtasis jubiloso en el que entran los huesos de Tallón al comenzar el sonido del tecleo es en la mente y la realidad de Bergareche un tormento miguelangeliano. Lo confesaba sin ambages «No me gusta el proceso de escribir. Se me hace agónico. Prefiero estar con mis amigos jugando al mus». Este desdén al deslizamiento de la pluma, no obstante, le añade una dimensión de grandeza penitente a sus trabajos. Una suerte de exorcismo lírico o lirista donde se perlan las frases con el sudor de la frente exhausta y doliente («cambiaría ser escritor por ser músico», llegaba a admitir sin asomo ni sombra de culpa y con una risotada como sello)

Tallón es otra cosa. Tallón parece entrar al cortijo bailando cada vez que se sienta frente a la página blanca. «No hemos vivido otras vidas pero podemos inventarnos vidas mejores». Hay asomo de teísmo porque planea sobre su coronilla la voluntad de crear de cero y retorcer y cincelar. Pero esta «sarandonga» no exime del combate con los monstruos. Con las oscuridades. Con las mezquindades latentes que el escritor debe flanquear o incluso abrazar dependiendo del escenario. «Hay algo que amenaza siempre la relación entre los escritores, que tiene que ver con los demonios que se llevan dentro», perfilaba. Quien no tenga satanases, grandes o pequeños, que lance la primera piedra. La diferencia es que ellos tienen que observarlos culebrear por las entrañas bajo una lupa de letras que se mezclan con recuerdos y fobias.

Uno y otro tienen, desde sus respectivos y voluptuosos enconos creativos, una verdad defensivamente humorística que provoca. Que insta a echarse al monte a encontrar la versión asilvestrada de uno mismo. La que está enterrada en los barros de lo cierto y lo posible. Pero esos montes son también lugares donde es muy fácil el extravío. Tal y como apuntaba Tallón, «la ambición es un material muy inflamable». Y fue más allá en el desnudo de los delitos de la clase literaria. «Hay escritores para los que el éxito no es suficiente. Necesitan ver cómo fracasan los demás».

X e Y, enterrados en sus trincheras y lanzándose granadas de afectos tan hondos como poco sintonizados, dieron una exhibición que, en términos futbolísticos, es un empate que termina cuatro a cuatro. O cinco a cinco. Nadie gana, pero la concurrencia no para de brincar. Porque en el partido ha habido diez goles. Y los partidos necesitan goles.