
















El cantante ofreció una versión más crepuscular y sentimental en su concierto de este jueves en el Coliseum de A Coruña
19 sep 2025 . Actualizado a las 13:48 h.Un taburete es la diferencia entre el Sabina que fue y el Sabina que es. Sentado y con las piernas cruzadas repasó este gigante los temas que lo tallaron en piedra en las mentes de tantos y tantos. Fue digno de ver. Una nueva versión del artista más allá de la pura cantautoría. Una en la que cede parte de las cargas del escenario a los extraordinarios profesionales de la música que lo rodean. Y así, y de repente, aparecían en mitad de las canciones poderosos solos de saxofón o punzantes llantos eléctricos de guitarra para dar respiro a la voz a veces cansada del protagonista. Imposible no pararse a mencionar, por cierto, a la muy curtida Mara Barros, que transitó con sus hondos talentos andaluces lugares nuevos que auparon el conjunto del espectáculo. Como esa coplilla medio gitana llena de quejío que Sabina mismo aprehendió de la radio de su niñez.
Y en los momentos de mayor fatiga, ahí donde los años hicieron presencia en los huesos y los pulmones, emergía el ejército compacto y devoto de los admiradores. Sacaban los presentes fuerza de garganta y convertían en suyo el tema en liza, impelidos y casi obligados por saberse parte firmante de un pacto. De un pacto entre caballeros (y damas). Inyectó esto en la noche una sensación de levitación colectiva. De hermanamiento momentáneo. Recordaron todos juntos los ayeres de abril robado en los que Sabina les cantó de fondo, y correspondieron la memoria con un nuevo canto en sentido contrario.
Seguro que así
Pero no ha terminado Sabina de decir y declamar sus asuntos. Ni mucho menos. Sigue habiendo en su tierna fragilidad de hoy un resquicio fortísimo de garra y pasión. Quizás ahora, más que farandulera, es la vocación suya melancólica como la calle. Esa tristeza que empaña los ojos en el momento de mirar atrás y ver. Ver miles de rostros y miles de pistas de baile que van ya tornándose borrosas. Y entonces queda abrigarse en unos acordes y unas estrofas que de la mano te cogen y te susurran los días en los que fuiste feliz y fuiste joven para siempre por un ratito.
Ya desde el comenzar, la complicidad de la platea se hizo más que evidente. No se oían solamente los «uuuuh» y «aaaaaah» de rigor. Planeaba en los vapores del ambiente felicidad real. Tangible. Tocable. Mordible. Su bombín blanco (que luego se convertiría en negro) asomó y con él el rasgueo de una voz rota y acompañadora que llegó hasta donde se pudo permitir. Y tal vez por eso son los conciertos de este Sabina crepuscular mucho más vibrantes y emocionantes. Porque sale a decir hola y adiós. Y el portazo nos suena a todos como un signo de interrogación. ¿Tendrían razón?