El amor sin límites de Rebeca y Miguel: «Tenemos un 80 % de discapacidad y nos hemos enamorado para siempre»

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MARCOS MIGUEZ

Rebeca y Miguel tienen esclerosis múltiple. Se conocieron en el 2019, cuando ella estrenaba la silla motorizada y, sin querer, lo «atropelló» a él, que también se ve obligado a usarla. Desde entonces viven un amor excepcional

13 oct 2025 . Actualizado a las 14:04 h.

Miguel López tiene 50 años y Rebeca Cernadas 35, una diferencia de edad que para algunos podría ser una barrera. Pero ellos han tenido que saltar tantas a lo largo de la vida que, cuando se cita esa distancia generacional, ella suelta una carcajada y una frase zalamera que a él le hace sonreír: «Yo es que prefiero un hombre maduro...». Miguel y Rebeca son muy distintos. A él le gusta de ella que es extrovertida, «buenísima persona, con una belleza que salta a la vista», vital, y tan alegre que le aporta muchísima energía. Ella dice de él que es un galán, con una caballerosidad que la apabulló en su primera cita, y con una determinación única para conseguir lo imposible. «Lo he visto arrastrándose por el suelo haciendo cualquier cosa para ayudarme, él lucha por mí», se emociona Rebeca. Lo dice con conocimiento de causa, porque ella está diagnosticada de esclerosis múltiple desde los 17 años, y ahora, con un 83 % de discapacidad, apenas puede ponerse de pie si no es con ayuda de unas barras que tiene en su habitación. El resto del día está sentada en una silla eléctrica que, según asegura, «le permite hacer de todo, porque no se quiere perder nada».

Miguel comparte con Rebeca la misma enfermedad, y también descubrió muy temprano, a los 16, que algo iba mal. «Me di cuenta de camino al instituto, una pierna se me arqueó así, sin más, y no era capaz de abrir una mano. En ese momento mis padres me llevaron al Chuac, me hicieron pruebas, pero entonces no había un diagnóstico como ahora, tardé mucho en saber qué me pasaba. Como era joven, fui tirando, me mantenía relativamente estable y, bueno, pude hacer una vida: estudié arquitectura técnica, trabajé, me casé, luego me separé, hasta que en el 2006 la enfermedad se fue complicando y ya me cansaba mucho al caminar», apunta Miguel, que desde el 2019 usa la silla motorizada, aunque en casa puede estar de pie con un andador, porque mantiene cierta independencia dentro de un 79 % de discapacidad.

«Yo estoy peor que él —dice Rebeca, que jamás se queja y no es de las que se victimiza—, a mí la vida me dio muy poca tregua; justo después de hacer la selectividad, quise sacar el carné de conducir, y cuando estaba en la autoescuela me di cuenta de que la luz de la clase me cegaba, no veía nada, ahí empezó todo, porque el primer brote me dio en el nervio óptico, aunque tardé mucho también en tener un diagnóstico». «El traumatólogo me decía que caminase, pero yo no podía. Recuerdo un día que iba con mis amigas a la Virxe da Barca, en Muxía, y allí la pierna, sin golpearme ni nada, se me dobló. Entonces me puse una rodillera y una muleta, y hala, seguí de fiesta», se ríe Rebeca.

Ella cuenta la enfermedad con toda la crudeza y sin paños calientes, pero si algo no quiere, es que la miren con condescendencia. «No, no, mira, yo hice Administración y Dirección de Empresas, en Económicas, en A Coruña, y jamás les dije a los profesores qué me pasaba, y eso que casi no veía, y ya usaba muletas. Recuerdo que mi padre me tuvo que cubrir la matrícula porque yo no veía nada. Y el pobre me decía: “Rebequiña, ¿cómo te voy a dejar aquí sola, si no puedes ni escribir?”. Pero yo me las apañé, me refugié en estudiar y estudiar y saqué la carrera, aunque tuve ocho brotes en ese tiempo», señala.

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Desde que se vino a estudiar a A Coruña, Rebeca decidió vivir sola —sus padres residen en la aldea de Salgueiros, en Dumbría—, una independencia que ella ha ido ganándose en unas circunstancias muy adversas. «No fue fácil, cada vez que me caía en cualquier sitio tenía fritos a los de la Cruz Roja porque con la teleasistencia venían a levantarme y a los dos minutos ya estaba otra vez en el suelo, y yo tenía que volver a llamarlos», apunta Rebeca, que sigue manteniendo su piso y esa vida ganada a base de esfuerzo en soledad.

«El primer brote me dio a los 17 años, tuve que usar muletas y ya empecé con incontinencia urinaria, así, ¿cómo iba a ligar con un chico? Con Miguel hablo el mismo lenguaje»

«Pero ahora es distinto, Miguel se pasa aquí el día, compartimos mucho tiempo juntos», le dice mirándole a la cara. Él se emociona y los ojos se le humedecen: «La vida me ha dado una segunda oportunidad, yo no esperaba esto, enamorarme de este modo y, mira, ha sido una suerte. Como dice la canción de Melendi: “¿Destino o casualidad?”».

Rebeca, que es todo corazón y repara mucho en los detalles, cuenta cómo se conocieron: «El amor surgió en una merienda con la Asociación de Esclerosis Múltiple de A Coruña, fue en el 2019; bueno, ahí fue cuando nos vimos por primera vez —rectifica—, yo tenía 29 años, y quería conocer a gente que estuviera pasando por lo mismo que yo, porque justo empezaba a usar la silla motorizada. Yo primero anduve con muletas, después con andadores, más tarde con silla manual hasta llegar a este punto en el que me encuentro ahora». «Y tú me atropellaste, le diste marcha atrás y me atropellaste», le matiza de broma Miguel, que, si hace memoria, recuerda que lo que le llamó la atención de ella fue su forma de hablar tan dulce.

«A mí de Miguel me gustó que fuera tan galán —añade Rebeca—, estuvo todo el tiempo muy atento, me acompañó al ascensor, y yo decía: “¡A mí un hombre nunca me ha hecho algo así!”. Mi sorpresa fue que al día siguiente me mandó un wasap preguntándome si me podía llamar, porque yo le había dado mi teléfono a todos los compañeros que estaban allí. Le dije que sí y desde entonces no paramos».

A Miguel y a Rebeca, en pleno comienzo de su relación, la pandemia los separó físicamente. Ella se tuvo que marchar a la aldea de Salgueiros (Dumbría) a casa de sus padres porque en A Coruña, sola como estaba, tampoco la podían atender las auxiliares que la ayudaban (y la ayudan) diariamente.

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Sin embargo, esa distancia física se tradujo en una intimidad emocional muy intensa. «Nos llamábamos a todas horas, nos dábamos los buenos días, las buenas noches, nos sentimos juntos todo el tiempo», expresan al unísono. La relación avanzó, y Rebeca, que se apunta a un bombardeo, decidió que quería presentarse al casting de la película Campeonex, de Guillermo Fesser.

«Nos ha cambiado la vida, queremos que no nos quede nada en el tintero»

«Estudié con Miguel el papel, aunque en realidad no se ajustaba mucho a mí, y no me cogieron, porque era para una chica que tenía movilidad, pero, bueno, lo preparé mucho y un día en casa, mientras él me ayudaba con eso y me grababa, estábamos sentados en el sofá y Miguel me dio un beso», confiesa Rebeca, que tuvo claro que estaba ante el amor de su vida. Por eso le propuso a él que, si quería algo serio con ella, sellasen su compromiso con una alianza —que lucen orgullosos en su mano— con la fecha de su aniversario: 12-06-2022. «Es nuestro compromiso, no estamos casados, él es mi pareja y yo soy su pareja, hasta que estemos arrugaditos, como dice la canción, ¿verdad?», le reclama Rebeca a Miguel.

¿Os ha cambiado el amor la vida? «Totalmente, a mí por completo —responde ella—. Yo tengo incontinencia urinaria, y para salir de joven, en la universidad, buf, no me atrevía porque se me escapaba el pis, ¿cómo iba a empezar con alguien? En cambio, con Miguel hablo el mismo lenguaje, los dos tenemos pañal, sabemos lo que hay. Yo hice lo que pude dentro de mis posibilidades; en aquella época salía por Santa Comba, por Coruña, pero a mí la vida me permitió muy poquitín...».

«Miguel ahora —continúa Rebeca— es mi motivo cada día, él tiene su piso, yo el mío, él es hijo único, y sus padres me quieren como a una hija, me cuidan muchísimo. Yo no puedo decir nada, porque mi padre a Miguel lo quiere igual, es lo que él diga, se fía muchísimo», pero ninguno de los dos acepta que estén juntos solo por darse compañía, por combatir la soledad. «No, no, nosotros nos prometimos ese 12 de junio y lo nuestro es amor eterno», sentencia Miguel, algo que subraya, con otras palabras, Rebeca: «Yo le digo que vamos a estar juntitos siempre. Y si tenemos que irnos a una residencia, pues nos vamos, nos lo prometimos», le mira de nuevo Rebeca a los ojos y, entonces, saltan chispas.

«Mira si hay amor que yo llevo un implante anticonceptivo, con eso te lo digo todo», se suelta Rebeca, que confirma que ambos están más que satisfechos en el plano sexual. «Yo soy flexible, y más con la medicación que tomo, y él puede sin ningún problema, y cuando no pueda..., ¡pues jugaremos a los médicos!», bromea ella, aunque Miguel apunta que el mayor inconveniente es el calor. «Nos deja muy fatigados, eso lo notamos mucho».

Como son una pareja que no para, inquieta y viajera, ya se han ido dos veces de crucero, les encanta ir a conciertos y son muy fans de los monólogos de humor —«desde Oswaldo Digón, pasando por Raúl Cimas o David Perdomo, no nos perdemos ni uno», señalan—, pero no tienen ninguna duda de que mucha de esa adrenalina, de ese impulso victorioso, ha venido del amor. «Nos ha dado energía para tirar, porque nosotros no pensamos mucho en el futuro, vamos paso a paso. Le hemos cambiado el valor a la vida, la vemos diferente, cada día queremos hacer lo que no hicimos ayer, que no nos quede nada en el tintero, queremos aprovechar al máximo. Hay días que tenemos la agenda cargadísima, que si fisio, que si piscina, vamos a vela adaptada gracias a la Asociación María José Jove, manualidades… Nos apuntamos a todo, buscamos distraernos, hacer cosas», señala Rebeca, que sabe, como Miguel, cuánto cuesta saltar una barrera.

«Podemos con todo»

Es tan fuerte su unión que cuando se les pregunta si ese amor de algún modo les ha frenado la enfermedad, asienten a la vez: «Sí, sí, estar juntos y enamorados nos ha hecho sentir que podemos con todo». Por eso ahora han escrito un libro, que aún no ha salido publicado y que han titulado La niña del columpio, que es otro sueño cumplido, en el que relatan su historia de amor, tan única y excepcional. «Nosotros no conocemos a nadie que se haya enamorado en circunstancias como las nuestras, sí conocemos a una pareja que ella tiene lupus y él esclerosis, pero los dos con esclerosis, en silla motorizada y con pañal... ¡Esto ha sido una suerte dentro de nuestra situación, una lotería con la que no contábamos!», se dicen mientras se dan la mano.

Si hacen balance y se proyectan en el hoy, ella solo echa de menos una cosa: «A mí me quedó la pena de trabajar, saqué una matrícula de honor en Función Financiera y me hubiera gustado desarrollar esa parte. Me cogían como becaria en el aeropuerto de Alicante, pero yo estaba aquí, y con esta enfermedad, ¿cómo se lo iba a plantear a mis padres? Echo de menos decir eso que a veces comentan mis amigas de “Ay, es que mi jefe es no sé qué”. ¡Echo de menos poder quejarme de un jefe…!», se ríe. Miguel sí pudo trabajar, llegó a tener a más de cien personas a su cargo y ha pasado por otras experiencias duras, quizás por eso valora como un tesoro el amor de Rebeca, que es todo expresividad y cariño hacia él. «Es la mejor, es todo sencillez», la dibuja, mientras revelan que los dos apuestan al número 8 en la vida, porque ella nació un 8 de diciembre y él un 8 de agosto. «¡Sagitario y Leo, qué fuego!», les auguro como pitonisa un futuro prometedor.

«La gente se queja de vicio, pero yo no soy quién para juzgar eso —se atreve Rebeca—, cada uno tiene sus motivos, pero cuando te viene una enfermedad degenerativa como la nuestra, no te queda más que aceptar y vivir a tope. Yo creo que mi madre aún no lo ha asumido, todavía cree que me caigo porque me dejo ir, para ella es muy duro». «Solo tengo una queja —reclama Rebeca— y es que la gente mayor es muy intransigente, yo les tengo respeto, pero si estoy en la misma cola en silla de ruedas, no tengo por qué cederles el sitio».

Hoy el plan de Miguel y Rebeca es intenso, y como todos los días volverán a enfrentar dificultades que otros ni se imaginan. Ella se levantará y se apoyará en las barras de su habitación para intentar ir sola al baño, comerán juntos en el comedor social, porque Rebeca ya no puede encender la cocina, él le ayudará con su andador a la hora de merendar para alcanzarle las cosas —«Me corta el kiwi», cuenta ella con mimo—; las auxiliares la acostarán a las ocho y media, —«como as galiñas», se ríe— y juntos, encendidos por un amor sin límites, continuarán ese destino, o casualidad, que les ha tocado en la vida.