El Guggenheim de Bilbao organiza una muestra sobre la gran pintora lusa del siglo XX
15 oct 2025 . Actualizado a las 15:41 h.Estructuras laberínticas, perspectivas fragmentadas en mil esquirlas y ritmos cromáticos envueltos en una danza multicolor. Estos son algunos de los elementos más distintivos de la pintura de la portuguesa María Helena Vieira da Silva (Lisboa, 1908-París, 1992), una de las artistas lusas más destacadas del siglo XX. Ahora, el personal mundo de esta creadora de paisajes urbanos imposibles —en el que el espacio arquitectónico juega un papel esencial— podrá conocerse de primera mano en el museo Guggenheim de Bilbao, que acoge la muestra Anatomía del espacio, una selección de algunas de las obras más emblemáticas de Vieira da Silva. La exposición, que estará abierta al público desde mañana, 16 de octubre, hasta el 22 de febrero del 2026, se halla dividida en ocho secciones temáticas que analizan momentos clave en la vida de la artista, desde la década de los 30 hasta finales de los 80.
Una vida que transitó entre Lisboa, París y Río de Janeiro (ciudad esta última a donde se vio obligada a emigrar junto a su marido, el también pintor Árpád Szenes, debido al estallido de la Segunda Guerra Mundial) y en la que los escenarios urbanos fueron la principal inspiración para su obra, atravesada por una profunda comprensión de la arquitectura y de la dinámica del movimiento. «Me gusta pintar el espacio», aseguraba Vieira da Silva, para quien la pintura era «un arte sin intermediarios», un modo de expresión que solo requiere del artista y su lienzo.
En su caso, esa forma de arte tan íntima evolucionó de forma orgánica a lo largo de toda su carrera, pasando del lenguaje geométrico de la época de juventud a una abstracción lírica en la última etapa de su vida, donde la luminosidad, la depuración formal y la emocionalidad ganan un gran protagonismo. Pero, de cualquier manera, su estilo fue siempre tremendamente reconocible: patrones ajedrezados, entramados de líneas superpuestas, perspectivas esquivas y una profusa disección del espacio arquitectónico —un eco quizás de las clases de anatomía humana que tomó en la facultad de Medicina de la Universidad de Lisboa— son constantes formales en su obra. Habitación ajedrezada (1935), El pasillo o Interior (1948) y La ciudad (1950-51) son una muestra representativa de los rasgos más característicos de su pintura.
Y es que, a pesar de recibir influencias de las vanguardias artísticas de su época, como el cubismo, el constructivismo o el futurismo, Vieira da Silva fue capaz de combinarlos y, en cierta modo, superarlos a través de una obra singular y muy personal, tal como destaca la comisaria de Anatomía del espacio, la británica Flavia Frigeri. Así, la artista trabajó constantemente su concepción de la idea de espacio hasta llegar a una representación de la ciudad —concretamente de la noche parisina— imaginaria e irreal. Una metrópoli convertida en objeto de estudio, algo que se ve bien reflejado en cuadros como La ciudad tentacular (1954) o París, la noche (1951).
El dolor del drama humano, canalizado a través del arte
María Helena Vieira da Silva no solo representó paisajes urbanos imbuidos de irrealidad, sino que también abordó la tragedia y el drama humanos que supuso la Segunda Guerra Mundial. Es esta una etapa que transcurre en Brasil y que se extiende durante siete años, hasta 1947, momento en el que la artista decide regresar a París, donde pasará la mayor parte del resto de su vida. En este período sobresalen especialmente Historia trágico-marítima o Naufragio, El incendio I y El Incendio II o El Fuego, todas de 1944.
Estas pinturas expresan el sufrimiento interno de la artista ante las noticias que llegaban desde Europa sobre la guerra, un dolor vivido a distancia, aunque físicamente tangible. Sin embargo, Vieira da Silva no optó por reflejar un episodio específico del conflicto, sino que prefirió mostrar el padecimiento colectivo del género humano mediante una serie de cuerpos en lucha contra los elementos, representados estos en forma de llamas u olas que anticipan el naufragio. La única concesión a la esperanza en esta etapa fue Carnaval de Río (1944), donde sí se refleja la alegría de las celebraciones locales.
Una vez de vuelta en Europa, tras finalizar la guerra, la artista volvería a las representaciones de espacios ajedrezados habitados por bailarines y arlequines, obras llenas de vida que recuerdan a los azulejos de su Portugal natal. El pasillo o Interior (1948) Fiesta nacional (1949-50) o Sitio en obras (1950) dan testimonio del mayor sosiego espiritual de Vieira da Silva.