Ni falta que hace. A la final más larga de la historia, la eliminatoria que arrancó hace un mes, el 10 de noviembre bajo el diluvio en Buenos Aires, le ha faltado juego y le ha sobrado el balón, y el ruido. Previsible. Nadie pensaba encontrar en el actual fútbol argentino rastro alguno de Di Stéfano, Maradona o Leo Messi; salvo, claro, la furia competitiva del primero y quizá la pasión del segundo. Nada más. Bueno, el mórbido interés por saber si quiénes en su casa resuelven las diferencias a botellazos o con el lanzamiento de gas pimienta, respetarían la casa ajena. El resto, un erial. Un par de jugadores de vuelta a su casa y apenas un par de emergentes centrocampistas que podrían incluso aprovechar el viaje a Europa para hacer parada y fonda.
Argentina representa el balompié tosco y sudoroso, fanático, elemental, la ida y vuelta sin más sentido que la pasión por el escudo y el maltrato a la pelota. Importa tanto la camiseta y el sentimiento que las diferencias podrían solucionarse sobre un ring, en una cancha de tenis o en la calle. O, como diría César Luis Menotti, a cara o cruz. Tanto da. El juego carece de importancia. Quizá por eso, el Bernabéu albergó un espectáculo apasionante en las gradas y plano en el césped, un reflejo de un fútbol que ofrece visitas guiadas -previo pago a la barra bravas de turno- por la vetusta y descuidada Bombonera. Así han entendido el negocio esos grupos que han conseguido secuestrar la pasión, comerciar con los sentimientos y exportar un espectáculo intragable. Aseguran que esta vez han aprendido, que Argentina tramita una ley para poner coto a los más violentos.
Y casi nadie se lo cree.