
La semana nos dejó en la Euroliga uno de esos episodios desagradables que muy de cuando en cuando se ven en el deporte profesional. El Real Madrid y el Partizán de Belgrado acabaron enzarzados en una pelotera incalificable. Cualquiera que solo viese la refriega y no supiese que aquello era una cancha de baloncesto podría pensar en una gazapera entre pandilleros.
Fue un bochorno al que reaccionó el Juez Disciplinario Independiente con otro bochorno, prestando más atención al negocio que al escarmiento o las buenas costumbres. Imperó, como tantas veces en el deporte profesional, aquello de que entre el honor y el dinero lo segundo es lo primero. Pesó más el miedo a las consecuencias que pudieran tener las sanciones en la fase final que el cuidado de la reputación, incluso a costa de crear un precedente muy grave. El único que se perdería esa fase, en caso de que se clasificase el Real Madrid, sería Yabusele, el más salvaje en la gresca, castigado con cinco partidos.
Nunca se sabrá cuál hubiese sido la resolución disciplinaria si esos mismos hechos se hubieran producido en alguna de las primeras jornadas de la fase regular, porque corren tiempos de cierto fariseísmo. Por ejemplo, aunque se trate de otra competición, también de baloncesto. En la ACB le cayeron cuatro partidos a Lakovic, entrenador del Gran Canaria, tras ser excluido por doble técnica en el partido ante el Granada. Mano dura en un tramo del curso que no es decisivo. La NBA, que suele ser más ejemplarizante, solo aplicó un encuentro de sanción a Draymond Green por pisar a Sabonis. Mano blanda en una de las eliminatorias por el título más vistosas. A veces parece que la disciplina depende más del contexto que de la gravedad de los hechos. ¡Show must go on!, aunque sea tapando la nariz. En unos días se habrá apagado la polémica, salvo que en Belgrado se avive el fuego.