Masculinidades heridas en el aula
EDUCACIÓN
Las cifras no dejan lugar a dudas: en España, las chicas superan a los chicos en casi todos los indicadores educativos. Repiten menos cursos, abandonan menos los estudios, acceden más al bachillerato y a la universidad y completan más carreras. Según el Instituto Nacional de Estadística, hoy representan ya cerca del 57 % del alumnado universitario. Mientras tanto, muchos varones se van quedando atrás, atrapados en un bajo rendimiento que amenaza con cronificarse.
La Comisión Europea lleva tiempo advirtiendo de esta tendencia: en casi todos los países de la UE los chicos abandonan antes la escuela y acceden en menor medida a la educación superior. Un estudio realizado en España entre el 2002 y el 2020 confirma la «masculinización» del abandono escolar temprano. Lo que antes era un problema compartido hoy tiene rostro mayoritariamente masculino.
¿Qué hay detrás de estas cifras? No basta con invocar diferencias de maduración biológica. Lo decisivo está en la forma en que se construye la masculinidad. En muchos contextos, ser hombre todavía equivale a exhibir rudeza, insensibilidad y desprecio por lo intelectual, percibido como algo blando. Esta forma de entender lo masculino se define contra la palabra, contra la constancia, contra el cuidado. De ahí que para no pocos adolescentes estudiar reste masculinidad: el saber se vive como signo de debilidad, de femineidad, incluso de traición al grupo de pares.
Podemos leerlo como un fracaso escolar, pero es también una herida psicológica y social. Una herida narcisista, porque lo que antes otorgaba prestigio masculino —ser el fuerte, el que desafía— hoy no garantiza futuro. Una herida relacional, porque los varones perciben que las chicas avanzan mientras ellos se quedan atrás, alimentando un sentimiento de desventaja y agravio. Y una herida simbólica, porque la masculinidad tradicional se tambalea: el conocimiento, que durante siglos fue patrimonio masculino, ya no les pertenece en exclusiva.
Esta realidad tampoco se limita al ámbito escolar. Se reconoce en fenómenos más amplios como el negacionismo científico, donde los estudios muestran una mayor presencia masculina. Rechazar la evidencia —sobre el clima, la salud o la educación— conecta con un guion de masculinidad que no tolera límites ni reconoce vulnerabilidad. En ambos casos late la misma lógica: resistirse al saber, como si aceptar el conocimiento supusiera perder autoridad o debilitarse.
El problema surge cuando esa herida no se elabora, sino que se transforma en resentimiento. Lo vemos en el auge del discurso del «hombre agraviado»: jóvenes que sienten que las mujeres han tomado ventaja, que el feminismo les roba un lugar, que ellos son las nuevas víctimas. Ese malestar se convierte en terreno fértil para un neomachismo que ofrece pertenencia a cambio de enfrentamiento, identidad a cambio de odio. Las aulas, paradójicamente, se convierten en escenarios de esta fractura: mientras unas se aferran al saber como vía de emancipación, otros lo rechazan como si fuese una amenaza a su virilidad.
Conviene aclararlo: el camino no está en refugiarse en un pasado idealizado, invocado como falsa promesa de orden y estabilidad. Volver ahí sería tanto como negar los avances conseguidos y abrir la puerta a nuevas formas de sometimiento. El desafío es otro: repensar las masculinidades para que puedan habitar la escuela —y la vida— sin sentirse dañados ni levantar muros de resentimiento.
La cuestión, por tanto, no es solo pedagógica. Es también subjetiva y política. No basta con itinerarios flexibles o con reforzar la Formación Profesional, aunque todo ello sea necesario. Se trata de preguntarnos qué modelos de masculinidad transmitimos y cómo ayudamos a los adolescentes a elaborar la nueva realidad de la relación entre géneros sin convertirla en una ofensa permanente. Porque si ser hombre sigue significando no leer, no cuidar, no aprender, negar la ciencia o las artes, estaremos dejando a demasiados jóvenes fuera de juego.
La psicología nos recuerda que no hay deseo de saber sin vínculo. Que aprender es posible solo cuando alguien ofrece un lugar desde el que crecer, un reconocimiento que sostenga el esfuerzo. Quizá ahí esté la clave: en convertir las aulas en espacios donde los chicos descubran que hay tantas formas de ser hombre como de ser mujer, y que la verdadera fortaleza no está en resistirse al conocimiento, sino en dejarse transformar por él.