Iniciamos un nuevo proceso electoral, el segundo en medio año, por la incapacidad de los partidos para ponerse de acuerdo. Algunos forzaron esta segunda oportunidad para intentar conseguir lo que no lograron en la primera. En teoría, y así ocurre en los países con un sistema electoral a doble vuelta, esta nueva votación debería simplificar las opciones y facilitar así la gobernabilidad. Todo hacía prever que, aunque solo fuera por un mínimo respeto a los ciudadanos, en esta ocasión se relajarían los vetos y acabaríamos teniendo Gobierno en un plazo razonable. Sin embargo, la encuesta del CIS y las primeras valoraciones de los líderes políticos hacen temer que acabemos pasando de Guatemala a Guatepeor. Porque las dificultades para pactar pueden ser aún mayores.
Aunque pueda parecer que nada ha cambiado desde el 20D, lo cierto es que en este tiempo de amagos y de investiduras fallidas todos los partidos se han retratado. El juicio que los españoles hagan de esta etapa alterará el voto de los ciudadanos. Y la impresión que se desprende del sondeo del CIS es que han optado por desplazarse hacia los extremos. Fracasados los intentos de tender puentes desde la templanza, los españoles parecen buscar posiciones más nítidas. De un lado, quienes se quedan con lo seguro conocido, aunque les guste poco o nada; de otro, quienes apuestan por todo lo contrario, aunque conlleve un acto de fe en quien no tiene más referencia que un discurso impostado.
El mapa político se polariza de tal manera que las posibilidades de formar Gobierno se reducen. La derecha pierde fuerza y aleja al PP del poder. La izquierda la gana, pero la inquina Podemos-PSOE hace poco menos que inviable un Ejecutivo en común. Todo queda en manos de los socialistas, divididos y desorientados, que no saben lo que son ni lo que quieren ser. Salvo que la campaña cambie el dibujo, y la dinámica no permite ser optimistas, el horizonte político amenaza tormenta.