El País Vasco acaba de perder a un hombre de paz. Paradójicamente, la hora de la verdad le llegó solo una semana después del día histórico en el que una organización terrorista que se había autoerigido en la liberadora del pueblo vasco -y que lo que realmente hizo fue amargarle la existencia a la gran mayoría de sus integrantes- hacía el anuncio de que dejaba de matar.
Con el mismo tesón que a mediados de los años setenta defendió en el proceso de Burgos a Mario Onaindia, con quien años más tarde compartió el liderazgo en Euskadiko Ezkerra, en la década siguiente se implicó en la liquidación de la rama político militar etarra (ETA-PM), lo que le valió las amenazas de la otra ETA, de la que acaba de otearse el principio de su final.
Personas que han seguido aquel proceso añoran el talante con el que negoció caso por caso, con Juan José Rosón, entonces ministro del Interior, en el Gobierno de UCD, la reintegración en la legalidad de cada afectado por aquel proceso.
Primero en el Congreso de los Diputados, donde lo pilló el golpe de Estado del 23-F, y después desde el Senado, siempre destacó como orador brillante, convincente y ardiente defensor de los derechos humanos. Incluso los de aquellos a los que la materia no preocupaba demasiado.
Quienes han conocido de cerca su trayectoria política también destacan su contribución decisiva a la desarticulación de los grupos de extrema derecha, como el Batallón Vasco Español y otros que empezaron a practicar un terrorismo de respuesta al que ejecutaba ETA.
Un derrame cerebral le había privado de la facultad de hablar desde hace 14 años, pero no había perdido la memoria.