En el último artículo de Santiago Rey Fernández-Latorre, presidente y editor de La Voz de Galicia, alertaba sobre las verdaderas consecuencias que persigue la maniobra de Pedro Sánchez. «Tras su retiro de cinco días al conocerse una investigación judicial a su esposa, nos anuncia que quiere reformar las leyes de prensa. Visto lo visto en estos años, una modificación de la regulación de la libertad de expresión puede traer lo contrario: la censura», resumía Santiago Rey tras repasar el resto de medidas de regeneración democrática prometidas por el líder socialista que no solo no fueron cumplidas jamás, sino que incluso se han contradicho: la colonización de las instituciones con infinidad de ejemplos, el último el de Escrivá pasando del Consejo de Ministros a la presidencia del Banco de España, la quiebra de la independencia del CIS y la de la Fiscalía, la ruptura de los consensos con la oposición, los ataques a los empresarios o el insulto a los jueces.
Aquella certera radiografía publicada el 20 de junio bajo el título «En La Voz decimos no» se quedó corta sobre las verdaderas pretensiones del líder socialista. Entonces habían pasado apenas cincuenta días desde que Pedro Sánchez amagara con dimitir tras recibir en la Moncloa la citación a Begoña Gómez como imputada. Desde aquellos días de abril que acabaron en un aquelarre en la calle Ferraz donde apenas cuatro mil militantes suplicaban a su líder que no se fuera entre golpes de pecho de María Jesús Montero y Santos Cerdán, han pasado casi cinco meses, pero la sensación de improvisación que desprenden las maniobras del socialista no hace más que acrecentarse.
Así, lejos de someterse a las preguntas de la prensa independiente o de aceptar regular la figura de la mujer del presidente para evitar la colisión de intereses, Sánchez ha embarcado a sus leales en una batalla contra todo aquel que ose poner en duda la actuación de Begoña Gómez. Los que discrepan lo hacen en voz baja y están fuera de los círculos de poder. Por eso, lo importante es silenciar a los que le cuestionan su lealtad a los principios del PSOE, de Felipe González a Juan Luis Cebrián. Cualquier disidente es encuadrado en el facherío y bajo la amenaza antifascista se hace la vista gorda desde los negocietes de Begoña al absentismo laboral y la misteriosa fortuna de su hermano David, sin olvidar la cuantiosa donación a la ONU para lograr el traslado a Madrid de la ignota cuñada japonesa.
Y de todo eso no tiene la culpa la prensa. Como no la tuvo de los latrocinios de los ERE o la Gürtel. O de revelar las andanzas de Ábalos y el Tito Berni, como antes se hizo con Ignacio González o Zaplana. Como periodistas, no podemos aceptar que se limite la libertad de prensa y mucho menos que lo haga alguien de forma unilateral. Por mucho que Puigdemont u Otegi saliven con poner la mordaza a quien solo quiere informar. Saquen sus manos de la libertad de expresión, por favor.