¿Por qué vais cubiertos de barro?», preguntaban unos vecinos de Albal a otros el miércoles por la mañana, cuando la dana ya había causado una catástrofe
03 nov 2024 . Actualizado a las 09:01 h.Son las siete y media de la mañana y en la Avenida Blasco Ibáñez de Albal un hombre lija una puerta. «Café, café con leche, magdalenas», se escucha una voz que se acerca. Es una voluntaria que con un carro ofrece desayuno en una de las calles más afectadas por la dana. A continuación pasa Sonia, y altavoz en mano avisa de que en el Colegio San Carles se dará comida caliente a mediodía. Entre el sonido de los cepillos y las escobas sobre el asfalto, se escucha una voz: «Necessiteu ajuda?» No sé las veces que durante los dos últimos días se han repetido esas dos palabras. El sábado un autobús llegó hasta la población de l'Horta Sud desde Alicante. Una localidad, Albal, que ha vivido una situación muy peculiar.
Mientras algunos de sus 16.806 habitantes gritaban desesperados por salvar su vida en la maldita noche del martes, otros vivían totalmente, o casi totalmente, ajenos a la tragedia. Se pudo comprobar el miércoles cuando, por la mañana, mientras la avenida anteriormente mencionada y adyacentes, así como la Avenida Carlos Ferrís amanecían totalmente devastadas, en la zona conocida como La Balaguera y perpendiculares, el barro no había llegado ni al bordillo. De hecho, allí los bares están abiertos, incluso el horno. «¿Por qué vais tan llenas de barro?», pregunta un chaval a unas chicas que pasan. Ellas anonadadas le responden: «¿Pero tú no sabes lo que pasó anoche?». No lo sabía. Ni él ni muchas personas de esas calles que se salvaron de la tragedia. No tenían luz por lo que no les llegaban ningún tipo de noticias. Sus rostros al caminar tan solo 200 metros hacia la zona cero de Albal eran un poema: «Parece Walking Death».
«Falta información, no sabemos nada, no tenemos agua», dice Rosa. Ella ha andado hacia las afueras y ha logrado cobertura. Tenía llamadas de personas de Alfafar, donde tiene (o tenía) su bar: «No sé cuándo podremos ir, nosotros nos fuimos el martes después de las comidas, porque solo abrimos de mañana y esta mañana cuando íbamos a irnos hemos visto cómo estaba el resto del pueblo y no nos lo creíamos. Nos han mandado fotografías de la zona de mi bar... lo que ha ocurrido allí es una catástrofe».
Han pasado pocas horas desde que Albal se tiñó de ese marrón que ninguna persona olvidará. No hay agua ni luz y sacar el barro cuesta. Se corre la voz de que un supermercado abrirá a las 16 horas. Allí se acumula mucha gente y una autoridad municipal se pregunta: «¿Pero quién no tiene comida en un día? Yo tenía una lata de atún y me he hecho unos macarrones». Algún vecino le recuerda que hay gente que lo ha perdido todo, o que al ser final de mes no llega y compra al día. El ambiente está tenso. «Id al colegio Juan Esteve, allí están repartiendo agua, leche, galletas, nocilla…», comentan unas chicas que pasan.
Paco vivía en un bajo junto a su mujer enferma: «Mira, es que no nos queda nada, ni ropa... nada, nada, la cocina, nevera, todo para tirar, y la vida la salvamos porque mi hijo que reside fuera nos llamó y nos dijo que nos subiésemos a la primera planta». A Paco y a su esposa les está haciendo la comida desde el miércoles una vecina. Ella se llama Laura y vive en un primer piso, la planta baja la utilizaba de garaje: «Tenemos seis coches ahí de toda la familia pero como la persiana está rota no podemos acceder…». Es solo un ejemplo de la solidaridad entre vecinos, Entre los que han perdido un poco, un mucho o directamente todo.
«Coches montados unos sobre otros, montañas con un barco arriba»
Es miércoles y todavía no hay luz. En Albal se vive ajeno a lo que ha sucedido en otros pueblos. Pasa Jorge: «He ido andando hasta Catarroja porque no me hacía con mis padres… no sabéis lo que he visto de aquí a allí. Coches montados unos sobre otros, montañas con un barco arriba. El agua, hasta las rodillas, hay puertas que no se pueden abrir (en la calle de aquí atrás tampoco), es todo desolación».
En el Colegio Juan Esteve está Blas. Se hallaba en Beniparrell, le arrastró la corriente y a las 9 de la mañana se lo encontró la Policía Local de Albal en medio de carretera principal y lo llevó allí: «He llamado a mi sobrino, a ver si puede venir a por mí, pero pienso en mi perrito, no pude hacer nada, ojalá no le haya pasado nada». Termina el día y por la noche se oyen golpes, carritos de la compra llenos de un supermercado. Pasan críos diciendo que tienen cerveza para dos o tres días. Hay una tienda de móviles con la persiana rota y unos asoman la cabeza. «Oye, ¿qué hacéis?», les reprocha desde arriba una vecina. Salen corriendo.
«¿Habéis visto lo que ha pasado?»
Llega el jueves y parece que todo sigue igual. Pero no. Regresa la luz y con ello la televisión, las radios, es extraño que no se conozca a alguien en municipios tan pegados o separados por una calle o un barranco: «¿Habéis visto lo que ha pasado en Catarroja, en Massanassa, Paiporta, Picanya, Parque Alcosa, Alfafar…?«. El mundo se vuelve a derrumbar mientras siguen sacando lo poco que les queda a la calle. De vez en cuando pasan vecinos de las zonas no tan afectadas del propio pueblo con una pala o con comida. A las 19 horas otra vez Albal se apaga. Excepto para algunos que intentan hacerse con objetos que están amontonados en las calles.
Llega el viernes, parece que va a ser otro día igual. Pero no. No lo es. Empiezan a llegar olas y olas de solidaridad. Voluntarios que han dejado el coche a siete kilómetros y han llegado a Albal dispuestos a dejarse todo por personas a las que no conocen de nada. De Piles, Gandía, Moncada, Valencia capital. El pueblo salvando al pueblo. Como siempre. «Esta mañana de verdad que he estado a punto de derrumbarme porque veía que esto no se terminaba nunca pero me voy feliz por lo que he visto hoy aquí», dice Ana. El sábado, más solidaridad y al fin vehículos oficiales llegados desde León o las Canarias, entre otros. Queda mucho, pero menos que ayer.