Tiranía eléctrica

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

13 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Este lío que nos ha montado el Gobierno con lo del precio de la luz según las horas en que se consuma electricidad no es para otra cosa que disimular el encarecimiento espectacular del recibo de la luz. Quien más quien menos, sabe que esto va a ocurrir, lo cual no deja en muy buen lugar a unos gobernantes que se cansaron de criticar las subidas que acordaron Gobiernos anteriores, y que prometieron, además, bajadas notables. Para algo eran los defensores de las clases menos pudientes y el azote de las grandes empresas eléctricas… Todo se quedó en una mareante sucesión de horas valle, llanas y punta.

Pero, aparte de lo injusta que me parece esta medida, la carestía de la electricidad me lleva a recordar otros tiempos en que se sentía terror ante la factura de la luz. Eran los años de mi infancia, años de escasez general, de vidas modestas, en que las familias tenían que controlar hasta la última peseta para salir adelante. Cada mes iba, casa por casa, un empleado de Fenosa a cobrar el recibo, cuya cantidad siempre parecía excesiva. No sé si lo era o no, pero recuerdo los comentarios de mi padre en los días siguientes al pago de la factura. Había que ahorrar electricidad, y él se encargaba cada noche de revisar las habitaciones y estancias menos visitadas de la casa, no fuera a ser que quedase alguna bombilla encendida. La verdad es que las de entonces eran de tan pocos vatios, que había que fijarse para saber si estaban encendidas o apagadas. Era un servicio absolutamente deficiente: cuando había un ligero temporal, se marchaba la luz, que podía tardar horas y aún días en volver; la tensión eléctrica subía o bajaba de forma aleatoria, pero sin televisores ni electrodomésticos, no había consecuencias graves más allá de que se fundiesen una o dos bombillas. Quizá por eso nadie protestaba…, además no se sabría ante quién hacerlo. El cobrador se lavaba las manos y decía que lo suyo era pasar los recibos. Había otro trabajador de la empresa, siempre vestido con un traje de aguas amarillo, que era el que reparaba las averías habituales, pero a ese tampoco se le podía reclamar: «O meu son os cables e o transformador», era su respuesta.

El afán de ahorrar electricidad estaba muy acentuado en la sociedad de entonces. En los primeros años sesenta, en el internado en el que estudié, nos cortaban la luz a los diez minutos de meternos en cama, que solía ser sobre las diez. Ya no se podía leer porque había que dormirse pronto, además del ahorro consiguiente de luz. Algunos teníamos una linterna y la aprovechábamos para leer debajo de las mantas. Recordaré siempre la lectura de El extraño caso del doctor Jekyll y de míster Hyde, de Stevenson, con una angustia miedosa bajo la luz amarillenta de la linterna, que se sumaba a la propia emoción del acto de leer casi furtivo. Nunca entendieron mis padres cómo es que gastaba tanto en pilas… Me volvió a pasar lo mismo en el cuartel, cuando la mili, porque cortaban la luz nada más tocar a retreta, y tenía que arreglarme en mi litera de arriba para leer con una linterna para no molestar al de abajo y pendiente de que el cabo de guardia no se enterase.

Hoy no tengo que recurrir a la linterna, pero, revisando y comprobando todas las noches que los artilugios electrónicos queden desenchufados, me parece repetir la escena diaria de mi padre vigilando las bombillas. Parece que no hay manera de librarse de la tiranía eléctrica. Desde luego, el Gobierno no está por la labor de echar una mano en esto.