Los molinos de Serantes, GTB, la Isla Ballena y un libro de Guevara

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

Piedra de armas de la casa natal de Gonzalo Torrente Ballester, en el valle de Serantes.
Piedra de armas de la casa natal de Gonzalo Torrente Ballester, en el valle de Serantes. Ramón Loureiro

25 jun 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

El día de San Antón da Cabana, al otro lado del río, estuvo de cumpleaños don Gonzalo Torrente Ballester. Yo esta noche releo Dafne y ensueños, ese libro en el que el mundo nacido en Serantes se convirtió en la más alta de las literaturas, y no puedo evitar que el asombro me invada de nuevo. La literatura de Torrente, de GTB, es un prodigio que brota no muy lejos de A Malata, en una casa con un pequeño escudo a la que siempre le sueño torres casi transparentes hechas de memoria, de niebla y un poco, también, del viento que pasa. Unos metros más abajo hay allí uno de esos hermosos molinos de Serantes, nacido a su vez de las aguas de un pequeño río que ahora mismo no sé decirles cómo se llama. El fluir del agua de ese río yendo hacia al mar, un mar tan cercano —aunque un poco menos que durante la infancia de don Gonzalo, porque el paso del tiempo ha hecho que la línea de la costa se fuese modificando—, es una de las músicas que envolvió la niñez de un escritor extraordinario, que sin duda mereció el Premio Nobel, como lo merecen tantos de los autores que mueren sin recibirlo.

(Si bien se piensa, no deja de ser un maravilloso privilegio, donde Europa comienza, poder salir a pasear por el corazón de la literatura a cualquier hora. ¡Qué grandes amigos son los libros, siempre tan leales...!)

Estos días se habla mucho, de nuevo, del fin de la literatura. Un debate que regresa cada cierto tiempo, no sé muy bien por qué, y que despierta temores que, en mi opinión particular, no están muy justificados. Y digo esto —que no hay razón alguna para temer que la literatura se acabe— porque nosotros, y de manera muy especial los de esta Galicia do Norte nuestra que es toda ella una Última Bretaña, venimos de un estirpe que, contra viento y marea, ha aprendido no solo a soñar, sino también a seguir soñando cuando las fuerzas nos faltan. Si no hubiésemos sabido seguir soñando, habríamos perdido, muy a menudo, la esperanza. Pero, gracias a Dios y a los sueños, pudimos seguir caminando.

No muy lejos de aquí, frente al mar en el que, si se sabe mirar con atención, aún se ve pasar a veces la Isla Ballena, que sigue navegando, un amigo muy querido me regaló un ejemplar de Una década de césares: Las vidas de diez emperadores romanos que imperaron en el tiempo del buen Marco Aurelio. Es un ejemplar impreso en el siglo XVIII en Madrid. El papel es magnífico, como lo es la encuadernación, pero el deterioro de la hoja en la que el primer propietario del libro inscribió su nombre solo me permite ver ya que se llamaba Miguel, y no me deja leer sus apellidos.

Hoy me pregunto quién sería aquel Miguel —que también era amigo mío sin él saberlo, porque en su tiempo yo aún no había nacido— y le cuento, en silencio, que el Señor de Montaigne también admiraba mucho a Fray Antonio de Guevara. Como lo admiraba Cervantes. Aunque, seguramente, él eso sí que lo sabía, claro.