Ramón Pernas, el tren de la costa, Ferrol y otras magias

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

CÉSAR TOIMIL

19 nov 2023 . Actualizado a las 23:07 h.

Dice Ramón Pernas que él milita, además de en la nostalgia, en «todas las formas de la melancolía». Cosa que a mí, que soy proclive hasta a la saudade —y que tengo cierta tendencia, por tanto, a dejarme arrastrar por la añoranza de lo que tal vez no haya existido jamás—, no me extraña en absoluto. En primer lugar, porque lo conozco muy bien a él, a Moncho (somos amigos desde siempre, desde que el mundo era otro), y sé que está hecho de la misma madera que todos los grandes contadores de historias. Y, en segunda instancia, porque, como bien deja a las claras el conjunto de su obra, todas esas formas de la melancolía, al igual que la nostalgia —que no es exactamente lo mismo—, impregnan, en mayor o menor medida, la totalidad de su producción literaria.

La de Moncho Pernas es una literatura de una musicalidad casi mágica. Una escritura que la ha dado a la cultura española libros que no se parecen más que a sí mismos (Paso a dos, Brumario, Del viento y la memoria, En la luz inmóvil...). Lo cual no es poco decir, especialmente en este tiempo de hierro en el que casi todas las historias que nos cuentan se parecen bastante a otras historias que ya sabíamos porque las habíamos oído contar antes. Pernas, con una prosa exquisita, con una voz narrativa de singular elegancia que a veces parece cordobán y otras veces azabache y otras veces más alabastro, nos muestra el envés del mundo, que es donde mejor y más fielmente se refleja, o se dibuja, nuestro propio rostro.

Se lo comento a ustedes porque, mientras una semana más les escribo desde esta mesa de café que tan amiga es del papel de cuaderno y de la tinta de las estilográficas (y del arte de conversar y de las sombras que atraviesan el aire...), acabo de iniciar la lectura de la nueva novela de Pernas, Senza fine, que publica la editorial Algaida. Y ha vuelto a admirarme la capacidad de su autor para ir siempre hacia lo esencial, hacia lo verdaderamente sustantivo, mediante una escritura que en el fondo es, en el más alto de los sentidos del término, poesía.

Pernas es de Viveiro, donde nació; y, al mismo tiempo, es de Madrid, que es donde reside durante la mayor parte del año.

En Viveiro lo he visto feliz siempre, bajo la luz que envuelve las orillas del Landro, que es una luz que hace que la tierra y el cielo se abracen: una luz que solamente saben describir quienes, como Pernas, la han habitado.

(Por cierto que allí, en Viveiro, siendo él niño, Moncho vio una vez a la Santa Compaña, que quizás cansada de andar por caminos de carro, por senderos que se envuelven en sí mismos y por corredoiras que se hunden en la tierra, decidió darse una vuelta por la villa que tan bien conocía su amigo el mariscal Pardo de Cela).

Pero es en Madrid, en ese Madrid que, como Umbral decía, es una literatura en sí mismo, donde Pernas tiene hoy, o eso me parece a mí, el centro de su mundo; de un universo literario que solo a él le pertenece y que desde allí se extiende a lugares que también son para él muy queridos, como las ciudades de París y Frankfurt, o como la Toscana de su venerada Italia.

En el café Varela de Madrid es maravilloso oír hablar a Ramón Pernas de Valle-Inclán. Y también, todo sea dicho de paso, contar cosas del Ferrol de su infancia: del tiempo en el que sus padres lo traían, desde Viveiro, en el tren de la costa, a ver una mágica ciudad de grandes pintores, de grandes músicos, de grandes matemáticos y de grandes barcos. Aquel Ferrol en el que al Moncho Pernas niño lo que más le gustaba, nada más llegar, era comer un helado.