
Recuerdo muy bien el tiempo en el que el verano duraba, para mayor felicidad nuestra, verdaderas eternidades. Sobre el valle de Río de Sáa volaban bandadas de palomas de todos los colores —entre ellas, con frecuencia, buchonas de raza granadina o gaditana— que venían desde los palomares de O Sartego y que, después de jugar con el viento y de dibujar círculos en el aire, se posaban sobre las campos recién segados buscando, para merendar, los últimos granos. Por los arroyos que atravesaban los prados nadaban, felices, las truchas y las anguilas.
Mucho nos gustaba hacer barcos de papel y dejarlos ir corriente abajo, soñando que se disponían a atravesar los mares. No éramos grandes voladores de cometas (se hacían también con papel, por lo general de periódico, y con listones de caña atados con bramante), pero a veces conseguíamos que se elevasen con cierta majestuosidad, y entonces nos imaginábamos a nosotros mismos allá en lo alto, contemplando la grandeza del mundo y su reflejo, que incluía, hacia la raya del horizonte, gigantescas ballenas y legendarias islas errantes.
Nuestros muertos estaban entonces vivos; y sus voces, que por desgracia ya apenas consigo recordar, nos contaban historias de ánimas en pena, de la guerra en la nieve, de piedras que ocultaban tesoros, de lobos que vagaban por los caminos, de los que emigraron pero nunca volvieron y de pasadizos secretos que atravesaban montañas. Nos enseñaron los nombres de los vientos, de las estrellas, de los pájaros y de los árboles, pero jamás les dimos las gracias. Qué hermosos eran sus caballos.