Sara Torres: «Las relaciones abiertas son una segunda salida del armario»

FUGAS

Alba Ricart

Nunca nos habían contado así el cuento: huyendo del cómo se rehace una vida tras la muerte de un ser querido, del todo pasa. La asturiana irrumpe en la novela con «Lo que hay»,  una memoria sobre el duelo, el deseo y el amor entre mujeres, amantes y madres e hijas

17 jun 2022 . Actualizado a las 18:24 h.

Todos somos el cuerpo de nuestra madre. De esta sobrecogedora verdad —de aquellas células, estas carnes— solo fue plenamente consciente Sara Torres (Gijón, 1991) después de que la suya recibiese un diagnóstico terminal. La enfermedad se alargó diez años, y en el 2019 se la llevó. En ese mismo momento, a 800 kilómetros de distancia, Sara mantenía relaciones sexuales en una habitación de hotel con una mujer que no era su pareja. Esta —«mientras mamá moría yo estaba haciendo el amor»— era la única idea que tenía en su cabeza cuando se sentó a escribir Lo que hay (Reservoir Books). La que la lanzó a todas las demás.

—Murió su madre y, solo entonces, se puso con la novela que ella siempre, «cansada» de que su hija escribiese poesía «que no entendía nadie», le pedía que escribiese. ¿Ha pensado qué diría si pudiese leerla?

—Estoy segura de que le gustaría, porque era una mujer muy de decir las cosas como son, le ponían enferma las desviaciones del lenguaje, los otros lados del decir que producen las buenas formas, lo que se llama la educación. Compartía muchos de los pudores de la burguesía y muchos de los ejercicios de construcción estética para guardar las formas, pero al mismo tiempo se los saltaba y los despreciaba. Y creo que en este libro hay una combinación de estos dos tonos, de sostener la forma y de poder soltarla para poder decir lo que hay que decir. Creo que hay cosas que ella no dijo en su vida y que le hubiese gustado decir, y que se dicen aquí.

—¿Conoce mejor a su madre tras escribir «Lo que hay»?

—Sí, completamente. Porque creo que cuando una madre con la que tenemos una relación muy pasional está viva y nos ama apasionadamente muchas veces hablar de las cosas implica estar negociando nuestra libertad con ella, no aceptar del todo su versión de las cosas porque, igual, ahí no somos libres. Y hablar con ella cuando ya no va a haber una respuesta que pueda determinar mi libertad me ha servido para poder entender su posición, para poder ponerme en su lugar verdaderamente. Claro, ese ponerme en su lugar ha sido muy doloso, sentir cómo se habría sentido ella, entristecerme por no haberla acompañado antes entendiéndola. Cuando hay dos egos en tensión nunca ocurre por completo el ejercicio empático.

­—¿Cómo le cambió la enfermedad de su madre, cómo marcó a la Sara escritora?

—La Sara escritora intentó no hablar mucho del tema hasta que su madre murió. Fue entonces cuando se sintió libre para trabajar consigo misma la marca bestial que le había dejado el diagnóstico, el susto, el proceso temporal alargado que vino después. Genera mucha ambivalencia recibir un diagnóstico terminal y que la vida no termine, que entre como en un «no lugar» donde todo el rato hay miedo a que pase algo. Es un proceso que desgasta mucho, mantener el cuerpo sujeto a un miedo así durante diez años... Y yo sé que la forma angustiosa y un poco ansiosa de entender mi propio cuerpo está totalmente vinculada a esto, pero también la capacidad absoluta de entrega y de disfrute que tengo ahora.

Alba Ricart

—¿A ella la cambió la enfermedad?

—Cuando vives enfermedades largas junto a alguien, se te olvida un poco cómo era antes. Sí que creo que la enfermedad no la alejó de las pasiones, de un estar en el mundo muy intenso, a pesar de que ella a veces celebraba mucho que le había dado el poder de pasar de todo, como que ya no le importaba la gente, no le importaban las cosas que antes en una ciudad pequeña como Gijón le habrían importando más. Pero lo cierto es que sí le seguían importando. Y eso me generaba a veces un poco de trauma, darme cuenta de hasta qué punto nos importa la sociedad en la que vivimos, de que muchas veces estamos atravesando momentos complicadísimos y el animal entrenado para ser un buen humano se está preocupando a veces más de la imagen que de lo que está ocurriendo por dentro. Y de que es algo inevitable. Creo que la enfermedad para ella fue una combinación de estas dos cosas: de poder poseerse a sí misma, de tener momentos de libertad radical donde nada le importaba, y del mundo de las formas, de tener que negociar con él constantemente.

—¿Estamos los humanos preparados para hacer frente a la no existencia, a asimilar que alguien que estaba deja de estar, ya sea a través de una muerte o del fin de una relación amorosa?

—Los humanos, al ser animales abstractos y de memoria lingüística, de existencia en las ideas y en el lenguaje, estamos menos preparados tal vez. Porque las imágenes, las ideas, el lenguaje no se extinguen tan rápido como un cuerpo ni como la huella sensorial del cuerpo, y vuelven una y otra vez. Yo tengo la sensación de que los humanos no dejamos ir nunca del todo y está bien, porque si nuestra identidad es cultural y es lenguaje, ¿por qué sacar de él las cosas que amamos aunque no estén corporalmente? En el duelo, además, nos damos cuenta de que donde es importante una persona es en el impacto corporal que nos ha causado: nos cuesta mucho más dejar ir a las personas que nos han impactado corporalmente. Yo ahí, en el duelo por mi madre, comprendí de qué manera tan intensa una hija es el cuerpo de su madre también, y su vida existe en el cuerpo de su madre. 

— «Estoy escribiendo la historia de amor entre una niña y su mamá; ninguna pasión es sin conflicto». ¿Se dio cuenta al escribir de que en su pasión había conflicto?

— Sí, pero también de que no pasa nada. Tenemos la educación emocional que tenemos y, por lo tanto, muchas veces gestionamos nuestras pasiones muy precariamente. Pero hay amores que son por necesidad, y el amor que yo tenía con mi madre era puramente constitutivo, configuraba lo que yo soy. La escritura me sirvió para asimilar que no existo independiente de aquello que fue mi madre y de lo que mi madre fue conmigo, y no pasa nada. Durante la escritura me sentí muy orgullosa de ser su hija.

—Habla aquí del «luto en vida».

—Creo que a mi madre y a mí nos resultó tan dolorosa la posibilidad de que nuestra relación madre e hija se terminase con la enfermedad, con su muerte, que las dos, de formas distintas, hicimos un duelo la una por la otra. Yo, de alguna forma, me empecé a imaginar como una niña sin madre y ella pensó que ya había hecho lo que tenía que hacer, que yo era una persona de 18 años, que ya estaba educada. Y ahí pasamos a ser dos adultas más independientes. Pero, claro, cuando una persona que temes perder con tanta fuerza sigue viva, de algún modo empieza a ocupar un lugar distinto para ti, como que no está tan viva, que está entre lo que está y lo perdido. Me imagino que hay personas que en relaciones amorosas han tenido experiencias similares, que de pronto tienen la certeza de que no va a funcionar y se va a romper, y entonces hay un duelo antes de la ruptura. Es algo muy peligroso, porque puede llevarnos a ser una compañía pésima. Todas las personas que acompañamos a alguien con un diagnóstico grave deberíamos formarnos, prepararnos, ser conscientes de que lo que estamos viviendo es definitivo para nosotras, pero también para la persona a la que acompañamos, que tenemos una responsabilidad emocional. ­

—¿Estamos preparados para acompañar a cuerpos que enferman?

—Hay personas jóvenes a las que les hablas de enfermedad y su cuerpo reacciona con una especie de contracción, de asco, y a mí me da mucho miedo cuando una persona cercana reacciona así. Si no estás preparada para esto, ¿cómo vas a estarlo para acompañarme como cuerpo vivo? Porque un cuerpo vivo es un cuerpo que fundamentalmente se está transformando y que va a pasar por muchos momentos distintos. Yo recomendaría buscar libros de otros que hayan vivido esa enfermedad, no necesariamente acompañando, sino también primeras personas para entender cosas que el enfermo que está a tu lado no te va a decir, para no disgustarte o no escandalizarte. Y también hablar, buscar a personas que hayan acompañado a otras y hablar desde la sinceridad. Y luego está el hecho de que cuando nos dan un diagnóstico lo que más miedo da, casi, es cómo nos van a empezar a juzgar los demás cuando nos vean desde ese diagnóstico. Hay quienes no hablan de ello porque no quieren convertirse en una metáfora de su enfermedad. Tememos que nos vean débiles, contaminados, moribundos, asexuales, no deseables, no femeninas... una serie enorme de connotaciones que acompañan a la enfermedad. Y especialmente las mujeres, porque ahí está interseccionando directamente con el deseo.

—Pero el cuerpo enfermo puede seguir deseando. Y siendo deseable. La enfermedad no implica el fin del deseo.

—En absoluto. De hecho, la enfermedad es una oportunidad también para vivir la pasión, por la vida y por el cuerpo. Un cuerpo enfermo sigue siendo un cuerpo vivo.

—El deseo es uno de los grandes ejes de esta novela. ¿Cree que hemos empezado a aceptar ya un deseo fuera de la norma?

—Tengo la sensación de que intentamos normalizar el deseo que estaba fuera de la norma para que no resulte un elemento antisocial. Y al intentar meterlo dentro, nos cargamos un poco las subculturas que acompañan a esas identidades distintas. Por ejemplo, a la comunidad LGTBI se le exigen las mismas prácticas, los mismos rituales, las mismas formas de amar que tiene la comunidad heterosexual, olvidando que ha vivido con formas propias mucho tiempo. Muchas veces, lo que nos gusta de no ser heterosexuales no es solamente nuestra elección de pareja, sino también formar parte de una subcultura donde, por ejemplo, la amistad es el centro de la vida y no tanto la familia normativa. Yo creo que vamos por buen camino de forma acelerada, estamos viviendo libertades muy nuevas, y que hay mucha esperanza. 

—¿También sucede con la forma de entender las relaciones? La protagonista tiene una relación abierta, una opción con la que, sin embargo, la chica de la que se enamora no se siente a gusto.

—Hay más discursos sobre ello, pero lo de las parejas abiertas sigue siendo un poco como una segunda salida del armario, de alguna forma es otro obstáculo para formar parte de la sociedad que ya te aceptaba. Vale, eres gay, eres lesbiana, puedes ser parte del chiringuito en la medida en la que presentes un comportamiento coherente con la norma heterosexual: que tengas pareja monógama, ideales de futuro... Pero si, además de la diversidad sexual, incluyes la de prácticas de lo emocional, se produce a veces una respuesta de miedo, de no vengas a cambiar esto también. «Te aceptamos si no cambias nada, pero si entras a cambiar los modos de relación ya vuelves a ser un sujeto peligroso». Y al final a mí me parece que lo bonito de la diversidad es justo eso, cambiar los modos de relación.

—La protagonista se permite desear, reír… en momentos muy duros. No es la norma.

—Por lo que yo he vivido, en el duelo hay momentos en los que te puedes dejar llevar por el duelo, como emoción que lidera el proceso, y entonces hay una parálisis total, es terrorífico y es oscuro. Pero en realidad hay una liberación enorme de amor durante el duelo. Si nos centramos en recoger esa energía de amor y en ser en ella, a través de ella, la experiencia es muy hermosa, te lleva a unos niveles de sensibilidad increíbles. Creo que si hiciesen un escáner de un cerebro durante el duelo se parecería mucho al de un cerebro durante el enamoramiento. Es que yo creo que un cuerpo en duelo es un cuerpo enamorado de aquello que está perdiendo. 

—La culpa atraviesa a la narradora durante toda la novela. ¿Hay algo de bueno en la culpa, algo que se salve de ese sentimiento tan horrible que tanto paraliza?

—Cuando además de sentirte enamorado del cuerpo que muere te sientes enamorado de un cuerpo vivo es como si rompieses la ley del «solo uno», de un solo amor pasional en la vida. Y claro, no es así. Puede haber más de un amor pasional a la vez, y que se alimenten entre sí. Y que uno ayude al otro, de algún modo. Pero sí, la culpa está ahí. Lo único «bueno» que creo que hay en ella es la reflexión que nos obliga a hacer, el hecho de reflexionar.

—¿Sintió usted mucha culpa durante todo lo que le pasó?

—Llevo sintiendo mucha culpa durante toda mi vida, por todo, la tengo muy a mano. Es como un recurso con el que puedo responder a todo tipo de situaciones, incluso en las que no tengo remotamente culpa de nada. Sentí culpa, claro que sí, durante mucho tiempo, y por cosas distintas. Hasta al heredar sentí culpa, porque me parecía horrible coger cosas de mi madre. Tuve muchos sueños donde mi madre estaba viva y yo pensaba, va a ir al cajero a sacar dinero y va a ver que su cuenta la han cerrado, y eran sueños llenísimos de culpa. La culpa atraviesa los lugares más insospechados. 

— ¿Por qué «Lo que hay»? 

—«Ye lo que hay» es una expresión que mi madre decía todo el rato, que se dice mucho en Asturias, pero es una expresión muy muy suya. Y también es una actitud maravillosa ante la vida, es como una aceptación total de las cosas que te pasan. Además, pensar en «lo que hay» en un contexto de pérdida es fundamental para recuperar el cuerpo; en el duelo el cuerpo se va a las imágenes, a la memoria, y para recuperarlo hay que estar en lo que hay. El cuerpo en duelo también debe estar agarrado a las cosas. Y eso, en definitiva, es de lo que hablo aquí.