—¿Estamos preparados para acompañar a cuerpos que enferman?
—Hay personas jóvenes a las que les hablas de enfermedad y su cuerpo reacciona con una especie de contracción, de asco, y a mí me da mucho miedo cuando una persona cercana reacciona así. Si no estás preparada para esto, ¿cómo vas a estarlo para acompañarme como cuerpo vivo? Porque un cuerpo vivo es un cuerpo que fundamentalmente se está transformando y que va a pasar por muchos momentos distintos. Yo recomendaría buscar libros de otros que hayan vivido esa enfermedad, no necesariamente acompañando, sino también primeras personas para entender cosas que el enfermo que está a tu lado no te va a decir, para no disgustarte o no escandalizarte. Y también hablar, buscar a personas que hayan acompañado a otras y hablar desde la sinceridad. Y luego está el hecho de que cuando nos dan un diagnóstico lo que más miedo da, casi, es cómo nos van a empezar a juzgar los demás cuando nos vean desde ese diagnóstico. Hay quienes no hablan de ello porque no quieren convertirse en una metáfora de su enfermedad. Tememos que nos vean débiles, contaminados, moribundos, asexuales, no deseables, no femeninas... una serie enorme de connotaciones que acompañan a la enfermedad. Y especialmente las mujeres, porque ahí está interseccionando directamente con el deseo.
—Pero el cuerpo enfermo puede seguir deseando. Y siendo deseable. La enfermedad no implica el fin del deseo.
—En absoluto. De hecho, la enfermedad es una oportunidad también para vivir la pasión, por la vida y por el cuerpo. Un cuerpo enfermo sigue siendo un cuerpo vivo.
—El deseo es uno de los grandes ejes de esta novela. ¿Cree que hemos empezado a aceptar ya un deseo fuera de la norma?
—Tengo la sensación de que intentamos normalizar el deseo que estaba fuera de la norma para que no resulte un elemento antisocial. Y al intentar meterlo dentro, nos cargamos un poco las subculturas que acompañan a esas identidades distintas. Por ejemplo, a la comunidad LGTBI se le exigen las mismas prácticas, los mismos rituales, las mismas formas de amar que tiene la comunidad heterosexual, olvidando que ha vivido con formas propias mucho tiempo. Muchas veces, lo que nos gusta de no ser heterosexuales no es solamente nuestra elección de pareja, sino también formar parte de una subcultura donde, por ejemplo, la amistad es el centro de la vida y no tanto la familia normativa. Yo creo que vamos por buen camino de forma acelerada, estamos viviendo libertades muy nuevas, y que hay mucha esperanza.
—¿También sucede con la forma de entender las relaciones? La protagonista tiene una relación abierta, una opción con la que, sin embargo, la chica de la que se enamora no se siente a gusto.
—Hay más discursos sobre ello, pero lo de las parejas abiertas sigue siendo un poco como una segunda salida del armario, de alguna forma es otro obstáculo para formar parte de la sociedad que ya te aceptaba. Vale, eres gay, eres lesbiana, puedes ser parte del chiringuito en la medida en la que presentes un comportamiento coherente con la norma heterosexual: que tengas pareja monógama, ideales de futuro... Pero si, además de la diversidad sexual, incluyes la de prácticas de lo emocional, se produce a veces una respuesta de miedo, de no vengas a cambiar esto también. «Te aceptamos si no cambias nada, pero si entras a cambiar los modos de relación ya vuelves a ser un sujeto peligroso». Y al final a mí me parece que lo bonito de la diversidad es justo eso, cambiar los modos de relación.
—La protagonista se permite desear, reír… en momentos muy duros. No es la norma.
—Por lo que yo he vivido, en el duelo hay momentos en los que te puedes dejar llevar por el duelo, como emoción que lidera el proceso, y entonces hay una parálisis total, es terrorífico y es oscuro. Pero en realidad hay una liberación enorme de amor durante el duelo. Si nos centramos en recoger esa energía de amor y en ser en ella, a través de ella, la experiencia es muy hermosa, te lleva a unos niveles de sensibilidad increíbles. Creo que si hiciesen un escáner de un cerebro durante el duelo se parecería mucho al de un cerebro durante el enamoramiento. Es que yo creo que un cuerpo en duelo es un cuerpo enamorado de aquello que está perdiendo.
—La culpa atraviesa a la narradora durante toda la novela. ¿Hay algo de bueno en la culpa, algo que se salve de ese sentimiento tan horrible que tanto paraliza?
—Cuando además de sentirte enamorado del cuerpo que muere te sientes enamorado de un cuerpo vivo es como si rompieses la ley del «solo uno», de un solo amor pasional en la vida. Y claro, no es así. Puede haber más de un amor pasional a la vez, y que se alimenten entre sí. Y que uno ayude al otro, de algún modo. Pero sí, la culpa está ahí. Lo único «bueno» que creo que hay en ella es la reflexión que nos obliga a hacer, el hecho de reflexionar.
—¿Sintió usted mucha culpa durante todo lo que le pasó?
—Llevo sintiendo mucha culpa durante toda mi vida, por todo, la tengo muy a mano. Es como un recurso con el que puedo responder a todo tipo de situaciones, incluso en las que no tengo remotamente culpa de nada. Sentí culpa, claro que sí, durante mucho tiempo, y por cosas distintas. Hasta al heredar sentí culpa, porque me parecía horrible coger cosas de mi madre. Tuve muchos sueños donde mi madre estaba viva y yo pensaba, va a ir al cajero a sacar dinero y va a ver que su cuenta la han cerrado, y eran sueños llenísimos de culpa. La culpa atraviesa los lugares más insospechados.
— ¿Por qué «Lo que hay»?
—«Ye lo que hay» es una expresión que mi madre decía todo el rato, que se dice mucho en Asturias, pero es una expresión muy muy suya. Y también es una actitud maravillosa ante la vida, es como una aceptación total de las cosas que te pasan. Además, pensar en «lo que hay» en un contexto de pérdida es fundamental para recuperar el cuerpo; en el duelo el cuerpo se va a las imágenes, a la memoria, y para recuperarlo hay que estar en lo que hay. El cuerpo en duelo también debe estar agarrado a las cosas. Y eso, en definitiva, es de lo que hablo aquí.