Berna González Harbour: «En el entierro del abuelo Harbour solo lloramos los nietos españoles»

FUGAS

La novelista Berna González Harbour en una visita a A Coruña en el 2021.
La novelista Berna González Harbour en una visita a A Coruña en el 2021. MARCOS MÍGUEZ

Con un cimiento familiar -la historia del abuelo que llevó las vacunas a Tanzania- se arma una verdad con fachada de novela. «En cada herencia hay mil novelas negras», asegura la periodista, que afronta su caso más difícil y personal como novelista con «Qué fue de los Lighthouse»

22 jul 2025 . Actualizado a las 16:34 h.

Everett Lighthouse, Father, el patriarca que llevó las vacunas a Tanganica. Su Marjory, «un regalo de Dios», su dulce esposa. El daltónico seductor de cine, un jeta con causa, Benjamin Lighthouse. Su amante (guapísima e implacable) Ann-Elizabeht King. La anciana Asha, que curvó su espalda bajo la azada de los años en cuidar a los hijos de los honorables Lighthouse... Son solo algunos de los personajes que asisten al funeral que enciende esta historia, la herencia de secretos que se destapa en un paraíso peculiar. De un paraíso con serpiente viene la luz de la novela que le ha supuesto a Berna González Harbour (Santander, 1965), bastión del periodismo cultural y novísima de la novela negra, el que considera el caso más difícil de su carrera. Qué fue de los Lighthouse (segunda edición en menos de un mes) es una investigación compleja, la propia de una psicóloga que no mantiene la distancia de rescate.

—Rescata una noticia del 3 de mayo de 1961: el ministro británico Iain Mcleod ordena a todas las gobernaciones del Imperio destruir «todos los documentos que pudieran avergonzar al Gobierno de su Majestad», Isabel II. ¿Así fue?

—Sí. Cuando empiezan las declaraciones de independencia en la India, en Pakistán, en África, cuando empiezan a caer las colonias, el objetivo es salvar todos los documentos que puedan. Dan la orden de destruir todo aquello que pudiera comprometer a su Majestad y los representantes del imperio. Los ingleses tienen esa manía de registrarlo todo, como pude comprobar en el Archivo Nacional Británico. Y lo mismo apuntaban que necesitaban una máquina de escribir o un becario que las atrocidades que cometían, todo sin que se les mueva una ceja. Para no dejar rastro de esas atrocidades, ordenaron destruir documentos, por eso se conocen testigos de piras enormes en Nueva Deli y otras muchas ciudades.

­—Abre los cajones cerrados de la memoria familiar. ¿De qué parte biográfica del abuelo se sirvió en esta novela?

—He crecido con la noción de que mi abuelo materno sirvió en Tanganica (ahora Tanzania) cuando era veterinario. Mi madre nació allí. La leyenda familiar decía que mi abuelo llevó las vacunas a Tanganica y que así conseguían una ganadería sana. Eso encajaba con el relato épico que se hacía del imperio británico en las aulas, un imperio decente, civilizado, que extendía la religión verdadera, la monogamia, los valores, las infraestructuras... Esta es la épica con la que se ha criado cualquier inglés.

­—¿No le convenció el relato?

—Yo empecé a preguntarme: «¿Qué hicieron los ingleses en Tanganica?». Y descubrí que hicieron también deportaciones masivas de aldeas para destinarlas a granjas de los colonos, expolios, saqueos... No ya mi abuelo, el pobre. Pero sí que a partir de un cimiento familiar, el de mi abuelo y mis tíos, construyo una ficción apoyada en hechos históricos que son todos reales.

—Su ajuste de cuentas es muy real.

—Sí, al sentido familiar te refieres, ¿no?...

—En sentido global, el ajuste con esa mirada confortable sobre el colonialismo.

—No es un ajuste de cuentas íntimo, sino un intento de ver de dónde venimos. Todos en Europa nos hemos criado con una versión edulcorada de nosotros. Los hijos heredan el relato familiar, y deben cuestionárselo. Es buscar qué se hizo en realidad, buscar la verdad en nuestro pasado.

—Es duro aplicar la mirada escéptica para ver la grieta en la propia historia familiar. Cae la épica doblegada en melancolía. ¿Usted ha sabido mirar siempre con escepticismo lo más próximo?

—Creo que sí, pero es la edad la que te va abriendo curiosidades. Del entierro de mi abuelo, que fue en el 2000 [en la novela, 2016], me acuerdo de dos cosas: una, que solo llorábamos los nietos españoles, a moco tendido. ¡Mis primos ingleses no lloraban nada! De ahí una frase de la novela, que es «los Lighthouse no lloran en público». Esa clase alta que representa la iluminación de un imperio tiene una fachada perfecta (como la novela, mansión con las cortinas echadas... pero quién sabe qué pasa dentro). Y el otro recuerdo del entierro de mi abuelo fue que dos tíos míos hicieron dos discursos completamente diferentes sobre él. Eso quedó tintineando en mi cabeza y de ahí una novela sobre el enfrentamiento familiar a raíz de la muerte del padre. Vamos a ver un testamento (y esto es ficción) en que el abuelo va a dejar los diarios de su vida a una criada. El resto de las cositas que deja son erráticas: la talla de la Virgen para el hijo ateo, las máscaras africanas para el que odia África, a una de las hermanas no le deja nada... Pasa lo que con todas las herencias, sacan a la luz enfrentamientos que llevan décadas.

—Benjamin y Ann-Elizabeth, amantes y opuestos, son dos personajes que hacen correr con gusto la novela.

—Benjamin es actor, exitoso, ligón, crápula, pero no comprende el presente. No comprende el MeToo ni el Black Lives Mattter. Para él todo era mejor en el statu quo anterior, imperial y de hombre poderoso, atractivo para las mujeres, pero venido a menos. Y Ann-Elizabeth es una investigadora, es su amante pero está vinculada a la familia por ser amiga de una de las nietas del patriarca. Y va a ser ese espejo inverso, el elemento exterior, que nos permite analizar a la familia y que no sea todo endogámico. Es una mujer a la que se escucha porque es una investigadora blanca, ha cuestionado estas cosas del imperio británico en un libro famoso y en un pódcast, está en presente en televisiones y tertulias, pero es el Pepito Grillo de lo que están haciendo. 

—Ella es esa antisistema que se necesita en cualquier sistema. Ojalá fueran las cosas como las ve Ann-Elizabeth, pero difícil... 

—Desde luego. Existe, de hecho, esa división en Europa, la de los que quieren aferrarse a los privilegios del pasado y la parte que quiere avanzar. Esta es una novela de división, por eso el telón de fondo es el brexit. Es una división que arrastra Inglaterra y que se ha trasladado al resto de Occidente, al resto del mundo, como estamos viendo.

—No falta el ingrediente del humor, un humor que suaviza el patetismo, que acerca lo increíble, como esa escena de los dos hermanos con discursos completamente diferentes en el entierro del padre. Imagino que la anécdota de la serpiente no es real...

—Es real. Una serpiente estuvo a punto de picar a mi madre. Como su padre la salvó ya está construido... Pero hay muchas cosas reales. La novela está inyectada de cosas reales que he utilizado. La serpiente es una, como la historia de los porteadores que les trasladaban en los safaris. 

—Incluye también fotografías reales de la reina Isabel y de Felipe de Edimburgo.

—Sí. La criada tenía idealizada esa imagen de la reina Isabel II en los años 50. Creía que la podía salvar de un destino como casarse con un viejo, que era el de todas las niñas de Tanganica. Y sí son reales, claro.

—Esta novela es la cruz de lo que vemos en una serie como «The Crown».

—Sí, algo diferente a esa fachada luminosa. La novela entra en las oscuridades. Por eso también elegí el apellido Lighthouse, que es 'faro', que, como sabes, ilumina un rato y otro rato se esconde la luz. El tema al final es: ¿qué ocurre con una familia de bien cuando se apaga la luz que les ilumina? Aquí vemos a una familia fachada, en la que todo es aparentemente perfecto, pero te pones a escarbar y hay hermanos enfrentados, hijas que tuvieron que irse porque igual no cabían en medio de los egos de sus hermanos, secretos que dejaron en África y que se van descubriendo a partir de los diarios. 

—¿Toda familia bien encierra una novela negra?

—Seguro. Toda familia, rica, pobre, de apariencia perfecta o imperfecta, esconde una... o mil novelas negras. En realidad, la caña para atrapar esas historias solo tiene que echarse. ¿Por qué elegimos una u otra? Pica el anzuelo una. ¿Dónde eché yo la caña? En el entierro de mi abuelo, en mi infancia, en lo que he oído toda la vida. Así se alimenta una novela. En cada herencia hay una o mil novelas negras. 

—Será en herencias que merezcan la pena...

—O no... He visto herencias miserables que han desatado mucho enfrentamiento. Cuántas veces hemos visto en familias cosas como «Fulana se llevó los pendientes cuando todavía estaba viva». En el fondo lo que muestran son secretos larvados mucho tiempo atrás. 

—¿Por qué ha seguido esta estructura organizada en paraíso, limbo, infierno y familia?

—Porque para mí en la niñez ese ambiente de la familia Lighthouse era el paraíso. Lo era: ese jardín, esos groselleros, los juegos de pelota que salían disparadas a quién sabe dónde, la cabaña en el jardín... Muchos hemos tenido un lugar mítico en la infancia, que en mi caso fue esa casa inglesa. Ese lugar en que en la infancia te reúnes con los primos, los tíos, uno llevaba los helados, otro hacía los sándwiches, otro ponía los zumos... Es ese paraíso. Pero, como vamos a ir viendo, eso es la fachada. Detrás están el infierno, el limbo... Los paraísos en realidad no existen.

—Lo jugoso de la herencia de esta novela son las cartas, lo que hace pensar en el poder de la palabra escrita en intimidad. 

—Es importante porque nadie sabe qué hay ahí, y son unas cartas que se dejan a la criada, que es prácticamente analfabeta. Se las intentan quitar, pero ella que no y que no. Ella representa la dignidad. Al final esos valores que supuestamente representan los Lighthouse los va a encarnar la criada negra, de espalda encorvada que sigue viviendo en los flats, en los apartamentos de pobres de Londres. Esas cartas nos llevan a los secretos de África.

—¿No hay cosa que genere más suspense que el secreto?

—Tienes razón. El secreto es el alimento de la intriga.

—Los títulos de cada capítulo son para quedarse, del estilo de los de los relatos de Nora Ephron. «No te fíes de los hombres», por ejemplo.

—Y eso me reprocharon en la Semana Negra de Gijón. El que me lo presentó me decía: «¿Por qué todos los hombres aquí son malos y las mujeres las buenas?». Todas no... Está en la novela. Todas alguna vez hemos tenido esa ingenuidad de creernos a ese tipo de hombres que te iluminan y que cuando se dan la vuelta están engañándote. 

—Refleja bien esa diferencia de «estatus» entre hombres y mujeres. Benjamin es un prototipo, el hombre infiel que no acaba de ver que se si mujer le deja la casa no se limpia sola. ¿Están fuertes todavía estos estereotipos?

—Sí, hay hombres caraduras que logran que las mujeres les crean, les mimen, les limpien, asuman esa visión de «pobrecitos», ignorando o queriendo ignorar que las engañan con otras. Creo que es un prototipo que existe y, por desgracia, está muy vivo.

—Novela de saga familiar con miga personal. ¿Ha sido este su «caso» más difícil?

—Posiblemente sí. Porque al partir de algo tan personal, en que se ha reñido en mí el amor que tengo a mis abuelos con lo que he construido en la novela, que es algo que también afea lo que he recibido, ese clasismo, ese racismo, ese colonialismo. Pero que creo necesario destripar y poner al descubierto. He puesto dos almas aquí. Lo personal ha sido lo más difícil, sí.