Paz Ortuño, editora y amiga de Ana María Matute: «Quien no pierde no vive, lo decía y lo sabía bien Matute»

FUGAS

Qué efeméride ni qué niño muerto. Matute es eterna, como su reino de Olar y como lo es la infancia. Cien años después, esta autora aún asombra. Tiene novela y cuento para resguardarse un otoño largo
11 sep 2025 . Actualizado a las 14:19 h.Ana María Matute (Barcelona, 1925-2014) pasó aquel día entero de festival en Segovia con dolor de pies. Y le pidió a su amiga Paz Ortuño que cogieran un taxi para volver al hotel. Paz miró entonces los pies de la autora de Olvidado rey Gudú y descubrió que llevaba los zapatos del revés. «Ya decía yo que pasaba algo...», explotó Ana María, que, según la editora experta en su obra y en sus despistes cotidianos, podría ser la protagonista del libro de las mil anécdotas matutianas increíbles pero ciertas. «Lo decía ella: ''¡Lo que no le pase a la Matute no le pasa a nadie!''», cuenta Paz Ortuño, que abre ese baúl de historias compartidas al hilo del centenario Matute, que Destino celebra este 2025 con un festival de reediciones.
—¿Quién fue Ana María Matute?
—Una gran escritora, como es sabido y está demostrado. Y como persona, era una persona muy buena, muy sabia y con mucho sentido del humor. Era muy hospitalaria. Todo lo grande que era como escritora lo era como persona.
—Y podía llevar los zapatos del revés sin darse cuenta en todo el día...
—¡Porque era muy despistada en lo corriente! A veces parecía que estaba fuera del mundo. Pero, por otro lado, era muy observadora. Tenía un sexto sentido. Sabía enseguida si estabas mal o estabas bien. Tenía olfato para percibir cosas que otros no ven. Ana María era muy maga. Era un poco bruja en el sentido de descubrirte cosas curiosas. Era una persona de contrastes. Era triste pero a la vez muy alegre. Era especialmente vital.
—Hace pensar en la frase de Luz Pozo: «Las personas alegres son las más tristes». La contradicción es sensible.
—Era una persona que no se engañaba respecto a cómo son las cosas. Conocía la vida que le rodeaba con todos sus defectos.
—¿Sublimó el dolor en fantasía?
—La literatura fue su salvación. Ella decía que la literatura era el faro salvador de muchas de sus tormentas.
—¿Admitimos «niño tonto» como género literario propio de la Matute?
—Sí. Es un género que solo usó en ese libro, Los niños tontos, y es lo que llamamos microrrelatos. ¡Ella ya los hacía en el año 50! Cuando se publicaron no sabían cómo clasificarlos; son duros pero a la vez muy poéticos. Cuando le preguntaban: «¿Pero esto qué es?». Ella decía: «Un niño tonto». Era su denominación de esos cuentos que giran alrededor de niños marginados. Una vez que hizo los 23 relatos que conforman el libro de Los niños tontos, escribió muchos relatos después, pero ninguno en esa forma de «niño tonto».
—¿La edición reciente de este libro recupera dos relatos inéditos?
—Dos que la censura no dejó que se publicaran.
—¿Qué fue más duro para Matute, la censura franquista o la vida conyugal?
—Literariamente, la censura. Personalmente, la vida conyugal. A ella le censuraron la novela Luciérnagas entera, pero luego solo le censuraron frases. Decía que los censores eran un poco tontos, que no se enteraban de lo que había escrito. Le censuraban cuestiones morales, cuando tenía mucha política en sus obras... La vida conyugal era un día a día sin muchos derechos, como el de las mujeres de su generación. Y aparte el suyo era mal marido. Se lo gastaba todo (hasta vendió su máquina de escribir). Ella tenía que trabajar para los dos y para el hijo. Ella era el sustento.
—Ni a su hijo tuvo derecho.
—No se separó antes por eso; sabía que le iban a quitar al hijo. Cuando se separó fue lo que pasó. El hijo se lo quedó el marido y tardó más de dos años en conseguir la tutela. El marido no es que hiciera nada con el niño, se lo dejó a su madre, y ella lo veía porque la suegra era buena persona, y escondida algún sábado se lo llevaba a un parque para que ella lo viera.
—Los niños sin madre y las madres ausentes son marca de la casa. ¿Su obra es hija de esta orfandad de madre?
—No hay cosa que exprese mejor la soledad que un niño sin madre. Los protagonistas de sus obras o no tienen madre porque ha muerto (Primera memoria) o es una madre ausente (Paraíso inhabitado). Ella se llevaba mejor con el padre que con la madre. Tenía un carácter muy mediterráneo, alegre, y la madre era muy castellana, sobria, como eran las madres en aquella época dentro de clase burguesa, en la que de los niños se ocupaban las niñeras. Decía que no recordaba que su madre le hubiera dado nunca un beso. Sin embargo, su madre era la única persona con la que podía hacer trabajo de corrección. Su madre fue la que guardó todos los dibujos y cuentos que Ana hizo en la infancia. ¡El día que se casó se los dio todos! Ella decía que su madre era el Cid Campeador, y su padre, Ulises.
—¿Cómo es la infancia según Matute?
—Más larga que la vida. La infancia, según ella, es un mundo en el que estás solo, desorientado, pierdes el paraíso. Ella decía eso de «el hombre es lo que ha quedado del niño», del niño que fue.
—¿El cuento es una naranja?
—Eso decía: una naranja con mucho jugo.
—¿Leerla es conocerla?
—Si la conoces, la ves en sus frases. Hace poco volví a su gran obra, Olvidado rey Gudú, y pensé: «Me está hablando».
—¿Nunca necesitó hablar en sus libros de su vida para contar sus verdades?
—Nunca. Nunca escribió un libro autobiográfico, salvo El río. Nunca narra su vida. Su universo iba más allá que su vida.
—El Vacío. Así renombró la depresión.
—Sí. Sufrió una depresión de 20 años, con tres años horribles, a los que llamó «el Vacío», porque fue como si esos tres años hubiera vivido en un agujero negro. Fue en un momento en que había escrito ya el grueso de su obra, había recibido todos los premios, no tenía problemas económicos, vivía con su segundo marido en Sitges, se dedicaba a lo que le gustaba. En el momento en el que todo le sonreía fue cuando le vino la depresión.
—Pero publicó entonces su gran obra, la más celebrada por la gente, «Olvidado rey Gudú».
—La había escrito mucho antes. En los 70, que fue cuando escribió Olvidado rey Gudú, pensó que el público no estaba preparado para ella y entonces decidió aparcarla. Veinte años después es cuando Carmen Balcells, su agente, le dice que tiene que publicarla ya. Ella, en el 98, estaba como olvidada, y el éxito que tuvo con esa maravillosa novela fue extraordinario. Fue un revivir, un chute de energía.
—¿«Lo que no le pasa a la Matute no le pasa a nadie»?
—Ella decía eso. En su despiste vital, iba a lo suyo. Era una mujer de papel. Lo cotidiana le venía grande. Podía ir a comer y llevarse el abrigo de otra persona. A ella le parecía natural que el abrigo, de pronto, hubiera cambiado... Su vida tenía esas cosas misteriosas y casualidades. Como que su marido, que fue su gran amor, se muriese el día de su cumpleaños cuando la fue a buscar para ir a comer, como cada año. Lo que decía ella: «Lo que no le pasa a la Matute no le pasa a nadie».
—¿«La vida es perder cosas»? Conocía bien su vida el arte de perder de Bishop.
—Ella decía que quien no pierde no vive. Si es así, ella vivió mucho. Porque perdió mucho, tanto cosas físicas como inmateriales, personas. «Vivir es perder, es perder cosas», decía. Ella tenía esas frases que eran compendios de filosofía. Yo le decía a veces: «¡Ana María, en una frase me has dado un tratado de filosofía!».