Angrois, el pueblo que sobrevivió a la modernidad

GALICIA

VÍTOR MEJUTO

Entre dos símbolos de la modernidad, el ave y la ciudad de la cultura, hay un pequeño pueblo encajado. Se llama Angrois y nadie sabía de él. Ahora también se ha convertido en otro símbolo: el del valor y la solidaridad

25 ago 2013 . Actualizado a las 14:51 h.

Angrois es un pueblecito como tantos de Galicia. Envejecido y acogotado por el paro, con un bar y una peluquería copando el censo de negocios, con sus pistas pidiendo rebacheos, con panaderos y pescaderos haciendo el reparto a golpe de cláxon... Un pueblo cualquiera aunque, bien mirado, es un pueblo milagro porque conserva su esencia tradicional a tres kilómetros de la catedral de Santiago, a uno de la Ciudad de la Cultura y a nada de las vías del AVE. Todo el chorro de millones que simbolizan el Xacobeo, la alta velocidad (o algo parecido) y el delirio arquitectónico de Fraga pasaron de largo por el pueblo, que se conformaba con los paneles de metacrilato que ahogan el ruido del tren y el discurrir discreto y normalmente sin parada de los peregrinos de la Ruta de la Plata. Hasta que pasó lo que pasó.

«Por ahí, en vez de estar viendo los camiones, los operarios de Adif y la gente que viene a visitar esto, tendríamos que ver algún tractor, algo de ganado... Eso sería lo normal, pero la normalidad no ha vuelto», dice Isidoro Castaño, secretario de la asociación vecinal. Estamos en el campo de la fiesta que nunca lo fue. En realidad es la carretera, que anchea junto a la valla de las vías y un muro particular y donde a principios de julio, como todos los años, se celebaron las fiestas del pueblo. Todo el que haya visto un campo de la fiesta se da cuenta de que allí nunca lo hubo. Es una de las reclamaciones del pueblo: un poco de espacio público para los doscientos vecinos que se dejaron cortar en dos para que pasara el tren. «¡Eh! Que quede una cosa clara: Son peticiones que llevan año y medio registradas. Que nadie piense que nos queremos aprovechar», aclara con vehemencia Isidoro. Orgullo Angrois.

De su mano visitamos el pueblo que es mucho más que el que se agrupa sobre el eje de la Ruta de la Plata. «Primero vamos a ir al casco viejo», avisa sin pizca de ironía Isidoro. En realidad, le sobran argumentos. Una escalera antiquísima nos traslada del Camino Real al de Santiago y nos lleva hasta una fuente tan vieja como las escaleras. «Nunca se seca». Caminamos bajo emparrados que nos protegen del sol y olores de verano: menta y hierba segada, pero también vaporadas de cerdo. Pasamos por casas rehabilitadas con gusto y otras prototipo de esa extraña mezcla autóctona del país, que conjuga hormigón, piedra, uralita, ladrillo y lo que haga falta, todo en la misma pared. Bajo un dintel que aguanta una fecha (1792), Rodrigo guarda a su yegua Alegría. Él mismo se encargó de habilitar la cuadra en el bajo de la casa de su abuela, en pleno casco viejo, como diría Isidoro. Y, con 16 años, tiene un caballo que duerme en casa noble y antigua. Acaba de llegar con una carretilla de hierba que Evaristo ha segado a guadaña: «Tamén teño a máquina, pero non deixa a herba igual. Os animais a comen pior». Los animales a los que se refiere Evaristo son, en realidad, una vaca rubia que se permite el lujo de comer hierba segada al viejo estilo.

«Ojalá se mantenga así muchos años»

¿Y cómo es posible que, a las puertas de Santiago y con tanta infraestructura, pervivan casas de aldea y no haya ni rastro de la especulación inmobiliaria? «Gracias a la normativa urbanística -responde Isidoro-, que impide que se construya por ser zona rústica. Ojalá se mantenga así muchos años». Fincas pequeñas, propiedades con herederos multiples y algunas restricciones patrimoniales han mantenido la ilusión de que el tiempo pasa más despacio en Angrois. Una fachada a medio derribar que guarda un solar al pie de la carretera da fe de que no resulta fácil trasladarse allí: «El propietario compró la finca, para construir tres viviendas y derribó la casa sin preguntar. Le pararon el derribo y hasta hoy». Así que el pueblo no se vio inundado de nuevos vecinos al amor de la cercanía de la capital y ha permanecido con su estructura social prácticamente intacta. Y de ahí que haya carros, maíz, guadañas, caballos, parras y cuadras bajo la Ciudad de la Cultura, junto a la vía no tan moderna del tren.

Isidoro finiquita el tour por el Angrois del siglo XVIII mostrándonos una piedra que forma parte de la estructura de su casa: claramente están esculpidas dos cruces templarias de unos diez centímetros de altura que harían las delicias de un buen lector de Dan Brown. Y mientras especula sobre su origen, damos un salto en el tiempo bajando por una corredoira que nos lleva directamente a las tripas de la AP9. «Clon-clon, clon-clon», rugen las juntas del enorme viaducto de casi un kilómetro de longitud: «Hay un proyecto aprobado para aumentar la capacidad a cinco carriles en cada dirección», lamenta nuestro guía, que da gracias a la crisis por haber frenado el plan que habría convertido el cielo de medio Angrois en una cuadriculada bóveda de hormigón.