Jubilado de campo, jubilado de ciudad

Jorge Casanova
jorge casanova A CORUÑA / LA VOZ

GALICIA

Compartimos un día con dos pensionistas constatando las diferencias entre envejecer en un lugar rural o urbano

13 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Son las ocho de la mañana de un día cualquiera y los dos jubilados a quienes vamos a seguir hoy se levantan de la cama. El primero se llama Ernesto, tiene 69 años, mala salud y vive en O Burgo, en una de las más densas concentraciones urbanas de Galicia. El segundo responde al nombre de José y ya calza 83 primaveras. Vive en San Pantaleón das Viñas, en el concello de Paderne. Entre los dos domicilios apenas hay unos veinte kilómetros, pero el hábitat en el que se mueven estos dos jubilados y su actividad diaria, es muy distinta.

Ernesto, decíamos, se suele levantar a las ocho «aunque últimamente un poco más tarde, porque de noche me quedo bastante en Internet». Si todo va bien, desayuna leche, cereales, fruta y café para tomarse la primera entrega del largo catálogo de fármacos que necesita. Seis pastillas antes de salir a la calle. Y la primera visita suele ser al cercano complejo deportivo de Acea de Ama. Ernesto ya no va al gimnasio. Ahora solo se mete en la piscina y camina semisumergido el perímetro de uno de los vasos: «Nunca aprendí a nadar», confiesa este hombre nacido en Carballo.

Mientras Ernesto practica su particular aquagym, José trabaja su finca. Hay pocos días que no lo haga. Y si no hay trabajo, se lo inventa. Antes de tirar del sacho, ha desayunado y se ha tomado una única pastilla, el casi inevitable omeprazol: «Voy pronto porque si no, después, calienta mucho». ¿Y qué trabaja?

-Patatas.

En realidad tiene una huerta bien potente, pero de lo que presume es de las patatas. En una finca de 500 metros José cultiva una producción que oscila sobre los 1.500 kilos: «Este año unas pocas más». Hay que comer mucho para darle salida a una tonelada y media de patatas, pero José dice que tiene mucha familia que, por cierto, no le ayuda mucho a cultivarlas: «No nos deja», dice su yerno. «Yo solo con el motocultor me voy apañando», sentencia José. 

Encargados de los recados

Cuando nuestro hombre de Paderne regresa a casa con el sacho al hombro, Ernesto se da una vuelta sin prisa por su barrio: a tomar un café, leer la prensa y pegar la hebra si encuentra con quien. No pocos días le toca hacer la compra porque suele encargarse de la comida. En casa vive con su mujer, aunque estos días tienen también a un nieto de diez años. A la una y media o las dos ya están comiendo. Igual que en casa de José, quien con alguna frecuencia también se encarga de ir a buscar el pan o hacer algún recado de intendencia, aunque él no cocina. Lo hace su mujer. En casa viven también una hija, el yerno y una nieta adolescente.

Así que a las tres de la tarde están los dos en el mismo sitio: durmiendo la siesta. Ernesto dice que antes no era muy partidario, pero desde que trasnocha en Internet, se queda roque después de la comida. No se entretiene mucho porque es el presidente de la Asociación de Jubilados de O Burgo, así que a las cuatro se va hasta la oficina a atender las necesidades del colectivo. Y a las seis, y ahí sí que no perdona, al local social a jugar la partida: tute y normalmente con la misma pareja. Rara vez sale de allí antes de las nueve de la noche.

-¿Y su mujer?

-También viene a jugar. Antes no le gustaba, pero ahora tiene más afición que yo.

La tarde de José es algo menos metódica, aunque siempre hay algo que hacer. La vida social viene sola. A lo largo del día, nuestro hombre se cruza con sus vecinos e intercambia saludos e impresiones. También juega la partida, claro, pero solo los fines de semana y a última hora. «Hasta las doce o la una de la mañana». Al tute o a la brisca. En el entorno de José se estilan mucho esas partidas de seis en las que se enfrentan hombres contra mujeres; una incruenta guerra de sexos que se repite cada semana.

Ya recogidos en casa, nuestros dos jubilados cenan y ven la tele. José dice que ve lo que su mujer quiere, ya que es ella quien maneja el mando. Ernesto cena y se apalanca con su tablet a navegar por Internet. El Facebook le entretiene bastante y allí prolonga sus relaciones sociales y la vida de la asociación de jubilados. Cuando Ernesto cierra la tablet, José lleva ya un buen rato durmiendo: «¿Internet?, no. -dice- Tengo pocas aficiones. Leer el periódico y pescar... cuando me llevan». Últimamente le llevan poco. Su socio, el que tiene la barca, trabaja fuera y los días que ha venido hubo mala mar.

Cuando se les pregunta por la pensión, por lo que les ha quedado para vivir, los dos reaccionan de forma similar: se encogen de hombros y les cuesta un poco admitir que están más o menos bien. Pero en realidad no tienen necesidades importantes que cubrir. Incluso alguna vez les ha tocado ayudar a sus descendientes a salir adelante.

Ernesto acude al médico una vez al mes como mínimo. Tiene que cuidarse mucho aunque admite que no lo hace tanto como debiera. Y eso que el año pasado tuvo un infarto: «Lo que me da miedo es la diabetes, el corazón, no». José va, como máximo, dos veces al año. Está hecho un toro y ni siquiera necesita gafas.

Tampoco gastan el discurso derrotista de que antes todo era mucho mejor. Al contrario. José se asombra de lo que puede hacer él solo con la ayuda del motocultor: «El trabajo que antes hacían cinco hombres», y Ernesto explica muy bien cómo era el barrio cuando él llegó: «Olía fatal por la presencia de la Cros, [una fábrica de fertilizantes cerrada ya hace años] y se ponían las ventanas amarillas. Ahora da gusto vivir aquí». Tanto Ernesto como José tuvieron su aventura extranjera: el primero probó en Suiza y el segundo en Alemania. No lamentan aquellos años; más bien sonríen al recordarlos. Si no se quedaron fue por las circunstancias, diferentes en cada caso, pero tan poderosas como para tener que regresar. Por tanto ambos conocen bien lo que es vivir en la ciudad y en el campo. ¿Cambiarían de hábitat?: «Si tengo que ir para la ciudad, voy -dice José-. Pero como en la aldea en ninguna parte». «No, no. Yo a la aldea ya no iría», contesta Ernesto, que valora mucho eso de tener la farmacia cerca y el médico a tiro de piedra. A estas alturas, conviene haber encontrado un lugar en el que quedarse. Y estos dos hombres parecen haberlo hecho. Sin duda, se han ganado su derecho a descansar.

En el 2030, el 11% de los gallegos tendrán más de 80 años

En el 2030 la Xunta destinará unos 5.000 millones de euros al presupuesto sanitario. Las recetas médicas aumentarán en 12 millones, y el 52% de ellas serán consumidas por personas que superen los 80. También aumentarán las hospitalizaciones en 15 puntos y 7 de cada 10 mayores necesitarán ayuda diaria. Las previsiones para dentro de 13 años apuntan a que habrá unas 270.000 personas mayores de 80 años en Galicia.