Un redactor de La Voz comprobó la desorganización, la falta de medios y las precarias condiciones que padecen quienes acuden a limpiar las playas afectadas por el vertido
03 dic 2019 . Actualizado a las 05:00 h.
Mientras me venda la muñeca con cinta de embalar, para que no quede hueco entre el guante y el traje aislante, Cándido me advierte de que tenga cuidado. «Y no se te ocurra llevarte las manos a la cara, porque estarán llenas de petróleo», avisa. En la sede de Protección Civil de Muxía, a las nueve de la mañana, somos una treintena de voluntarios, y gente del pueblo, como Cándido, nos ayuda a colocarnos el equipo: mono, guantes, mascarilla, gafas y botas de agua usadas. Algunos han llegado hoy, pero la mayoría hemos dormido en el polideportivo del instituto local, sobre una colchoneta de gimnasia y con un par de mantas. Hay gallegos, madrileños, catalanes, vascos, franceses, alemanes, belgas, holandeses, lituanos... Una ducha templada y una cena a base de sopa, arroz con pollo y cacao caliente fueron anoche nuestros únicos recursos contra el frío y la humedad del recinto.
«Y no se te ocurra llevarte las manos a la cara, porque estarán llenas de petróleo»
La playa del rey
Por la mañana, una vez equipados, las gafas y las máscaras impiden que nos reconozcamos, pero en la playa se nota quién tiene experiencia. «¡Joder! ¡Si ayer la dejamos limpia!», exclama alguien. O Coído, la playa en la que el Rey manchó los primeros zapatos oficiales que se atrevieron a caminar sobre la crisis del Prestige, vuelve a estar cubierta de fuel.
En O Coído somos medio centenar de personas. Nadie nos organiza Una emisora acaba de anunciar que otra mancha está entrando en las Rías Baixas. Entre voluntarios y empleados de Tragsa, la empresa a la que se han adjudicado los trabajos de limpieza, en O Coído somos medio centenar de personas. Nadie nos organiza, no hay palas ni rastrillos para todos y nos distribuimos como podemos. El trabajo depende sólo de nuestra buena voluntad, y eso no siempre es útil: los capazos se llenan a rebosar, y pesan tanto que apenas podemos llevarlos hasta el lugar donde los recoge la excavadora. Calculo que habría que cargar más de un milón para sacar todo el fuel que el Prestige ha vertido al mar.
En una mañana, nosotros no llegamos a cien cubos de una pasta espesa que se adhiere como pegamento a las rocas, se cuela entre las piedras y se hunde en la arena entre paladas y pisadas.
Náuseas
A medida que pasan las horas, tengo que parar a respirar cada vez con más frecuencia, porque la peste es insoportable. Quizá la mascarilla sea efectiva contra el serrín de una carpintería, pero no sirve para ésto. «Llevo ocho días, y ahora cada vez que lo respiro me entran nauseas», asegura Ricardo mientras abre un botellín de agua y me ayuda a beber —mis guantes están completamente llenos de fuel—. Él no puede evitar marearse cada vez que se inclina sobre el petróleo, así que ayuda de otra forma: trae y lleva agua, va a por guantes y mascarillas limpias, ofrece cigarrillos encendidos y hasta se ocupa de atender a los periodistas y fotógrafos que pululan entre los voluntarios.
«Llevo ocho días, y ahora cada vez que lo respiro me entran nauseas»
«Es una vergüenza, somos cuatro monos con capazos y palas, ¿dónde está el Ejército?», exclama ante una cámara. Todo el mundo echa de menos a los militares, incluso la veintena de soldados belgas que, desde el sábado, pernoctan en el pabellón. Pidieron ir al lugar más afectado y les destinaron a Muxía. Al llegar, los belgas preguntaron quién estaba al mando. Nadie supo contestarles.