Doña Emilia en el 8-M

GALICIA

Canicoba

¿Cómo viviría la condesa de Pardo Bazán la jornada de protesta feminista de este siglo XXI?

12 mar 2021 . Actualizado a las 18:18 h.

Saldrá este lunes muy de mañana para cambiar el atuendo que luce en la estatua. Emboscada en los jardines coruñeses, Emilia Pardo Bazán posa para la eternidad con pluma en la mano (también usó máquina de escribir, pero no quedaba bien) y un libro que no mira porque su atención se dirige hacia el trasiego de la ciudad buscando inspiración. El caso es que con ese incómodo polisón y su moño habitual no se puede andar por la calle un 8-M, así que se va a Meirás, revuelve en los armarios, encuentra unos vaqueros raídos, una camiseta estampada con una versión pop de Rosalía de Castro, un abrigo largo, un pañuelo morado y unas sneakers. Con eso y la mascarilla nadie reconocerá a la precursora del feminismo.

Tampoco doña Emilia reconocerá al feminismo, maltrecho por luchas intestinas que llegan al Gobierno, donde no están políticos de su época como Cánovas, Sagasta o Rajoy, sino un tal Sánchez rodeado de feministas que no dejan de discutir. Con todas las penurias que conllevaba reivindicar a la mujer en el siglo XIX, al menos las posiciones entonces eran más nítidas. Partidarios de la igualdad a un lado y carcas al otro. En este siglo XXI en el que ella se interna animosa las cosas son mucho más complejas. Para empezar la clásica distinción de hombres y mujeres, puesta de moda por Adán y Eva, es objeto de discusión hasta el punto de que no cesan de aparecer variantes de género intermedias que consumen el abecedario. Variantes que ni siquiera son fijas, sino móviles y entre las cuales se puede ir de excursión con billete de ida y vuelta.

Viene doña Emilia de un tiempo en el que, a ese respecto, lo importante era lo que se era, mientras que ahora prima lo que se siente, lo cual hace que una racionalista como ella se pregunte si basta con que un bajo de estatura se sienta alto para reclamar derechos de altura. Pero discúlpenla por pensar de forma tan atrabiliaria, una consecuencia sin duda de sus 169 años muy bien llevados por cierto. Y no será ese su único choque cultural. Ojeen sino sus biografías, que someten al lector a un eslalon que lo zarandea de un sitio para otro. Cuando parece que ya está estabulada en una ideología, en la página siguiente la católica fervorosa se torna hereje, la tradicionalista es progresista, y la españolista ferviente ejerce de adalid de todo lo gallego. O sea que es un espíritu libre, que trasplantado a este mundo de etiquetas lo pasaría mal. Para unos sería la inspiradora de Simone de Beauvoir, solo que sin la jerga incompresible de la francesa; para otros una conservadora que en el fondo ama el patriarcado.

De tener que elegir una época, no es esta la más propicia para gentes como ella. Aun así, su terquedad la impulsa a salir este Día de la Mujer y disfrutar del ambiente, para después regresar a su pedestal y seguir contemplando la historia.

Unos ex decentes

Al mirar atrás, un andaluz verá al Chaves de los ERE fraudulentos, cuyos métodos se quieren repetir en el reparto de los fondos europeos. Un catalán ha tenido que sacar de su santoral laico a Pujol, el padre de la patria catalana que separó astutamente el corazón y la cartera, y ahora soporta a otro molt honorable ambulante que pide desde la distancia que le devuelvan la Generalitat. El ciudadano de Madrid ya vio a Ignacio González ocupando celda en la cárcel que inauguró premonitoriamente hace unos años. Los españoles, en fin, asisten a regulaciones fiscales de un monarca al que ya solo ven en sellos y monedas. Todos sienten lo mismo que Francisco de Borja cuando, al contemplar el cuerpo corrompido de la reina, promete no servir nunca más a nadie mortal. Pero en esto Galicia es un sitio distinto. Aquí no solo ejerce un Gobierno sin riñas internas y hay unas calles sin fallas revolucionarias; aquí los exmandatarios son discretos y decentes. Albor, Laxe, Fraga y Touriño permiten mirar hacia atrás sin vergüenza.

 

¿Pero qué hicieron los celtas?

Alteremos de forma alevosa la cuestión que plantean los activistas judíos en La vida de Brian para preguntarnos qué hicieron por nosotros los celtas. A ver, ¿algún puente, alguna muralla o faro, alguna calzada tal vez? No consta nada de eso. Por no hablar de su lengua, de la que no queda rastro en los dos idiomas oficiales de Galicia. A pesar de su presencia fantasmagórica Eduardo Pondal se encariña con ellos y logra que el celtismo arraigue y desplace a nuestros orígenes romanos, reivindicados sin rubor por el latinista Emilio del Río. Ni siquiera la morriña escapa al influjo latino, ya que la etimología la emparenta no con un perdido vocablo céltico usado por druidas, sino con el mori o morir de los romanos. ¿La retranca? También un legado romano según el investigador, aunque sea difícil imaginar a Poncio Pilato hablando con segundas intenciones. Es decir que los gallegos somos ingratos con Roma al seguir cultivando un celtismo ilusorio en vez de tener un Lacio de Vigo y un festival del mundo latino en Ortigueira.