Ojos con los que se mira

GALICIA

PILAR CANICOBA

La llamada persecución a las «miradas impúdicas» constata el retorno hacia prácticas que se creían propias del nacionalcatolicismo

09 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Muchos veteranos de hoy que fueron niños ayer habrán compartido la inquietud que producía el confesionario. Era casi imposible evadirse de la condición de pecador porque si uno esquivaba los pecados de palabra y de obra -e incluso si lograba regatear los de omisión-, quedaba siempre el obstáculo insuperable del pensamiento. De nada valía argumentar ante el árbitro de negro que manejaba el VAR de las penitencias que alguien llamado Freud había dicho que el subconsciente iba por libre. En el caso de que apareciera algún penitente sin nada que testificar, el confesor lo ayudaba a hurgar en sus recuerdos hasta dar con el pecado perdido.

El pecado regresa con un ropaje diferente para situarnos en una tesitura muy parecida a la de los críos de antaño que se arrodillaban para dar cuenta de sus cativas maldades. Quienes lo recuperan se están acercando poco a poco a las cuatro modalidades de transgresión del viejo catecismo. Solo faltaba el pensamiento, pero se acaba de dar un paso en esa dirección, gracias a la idea de perseguir las «miradas impúdicas», que vienen a ser las mismas por las que se interesaba el confesor de hace cincuenta años. No procede de alguna secta puritana ni de un reglamento en vigor en las calles de Kabul, sino del Ministerio de Igualdad de Irene Montero. Dado que la impudicia depende de la intención, y esta reside en el pensamiento, ya tenemos de vuelta el pecado invisible.

La ministra se dará cuenta enseguida de que algunos hombres que miran como no debieran esquivarán la normativa con unas gafas oscuras. Los centros de trabajo que se quieren preservar de la lascivia de la carne se llenarán de varones con los ojos ocultos como los Men in Black, por lo cual será necesario arbitrar alguna medida para detectar a los infractores de lo que antes se llamaba noveno mandamiento. Un detector de mentiras sería útil, aunque tampoco hay que descartar cubículos donde inspectoras del departamento interroguen al macho sospechoso, como en los antiguos confesionarios. 

¿Es esto una crítica? Qué va. Solo constata el retorno hacia prácticas que se creían propias del nacionalcatolicismo. La crítica es arriesgada porque, igual que antes todo el mundo podía considerarse pecador, ahora cualquiera puede incurrir en el pecado de ser, aun sin saberlo, de esa extrema derecha supernumeraria donde se arroja a cualquier discrepante con la ortodoxia reinante, desde magistrados del Supremo hasta el Pablo Casado que osa anunciar, como si fuera posible la alternancia, la derogación de leyes que no le gustan. Al menos hay generaciones entrenadas en la lucha contra el pensamiento impuro gracias a las confesiones de otros tiempos. Ojo con lo que se mira. ¿Y la sonrisa pícara? Hasta la del profeta Daniel en el Pórtico podría dar que hablar en el Ministerio.

¿Comunismo? Es franquismo

«¡Esto es comunismo!», brama airado Pablo Casado ante la ley de vivienda en ciernes. Más bien es franquismo. La renta limitada fue una idea del antiguo inquilino del Valle de los Caídos, reflejada en placas alusivas que hasta hace poco aún se podían ver en algunas fachadas. Llena de buenas intenciones, aquella limitación se burlaba con pagos extra al propietario que se hacían de aquella manera. En consecuencia lo que propone el Gobierno podría ser recurrible con la memoria histórica en la mano. También serían útiles como argumentos los que utilizó el propio Ejecutivo para recurrir una legislación similar aprobada en Cataluña. Se trata de una expropiación parcial de una propiedad privada, menos escandalosa que la que realizan los okupas, aunque en ambos casos se señala al dueño como sospechoso, especulador o usurero. El origen de esta normativa, que puede quedar en meros fuegos artificiales, está en un inquilino que habita un poder por el que paga una renta muy alta que se incrementa cada día. Su nombre, Pedro.

La mano invisible de Valeriano

La mano invisible de Adam Smith tan solo era una metáfora para respaldar su liberalismo. En el caso de Galicia esa mano existió, estaba conectada a una mente amiga de los números y recibía energía de un corazón que se paró sin avisar. Latía en el pecho de un conselleiro alejado de cualquier popularidad que, de acuerdo con el clásico aforismo, formaba una coalición con todos los demás porque su cartera era la de Facenda. Su despacho fue el fortín del contribuyente donde se reprimían gastos superfluos, pero también el lugar en el que, gracias a una especie de alquimia, la política de las ideas se transformaba en la política de las cosas y las personas. ¿Político? Sí, aunque más bien encajaría en su personalidad el concepto añejo de «servidor público» ajeno a cualquier vanidad, remiso al reconocimiento, alérgico al foco de la popularidad. Alguien podría pensar entonces que su Galicia era solo numérica y que Valeriano tenía más cabeza que corazón. Pero su marcha lo desmiente. Su corazón se detuvo de tanto usarlo.