Todas las mañanas me despierto pensando en lo mismo. El ruido de las sirenas de las ambulancias de la calle me sobresalta desde la cama y lleva a mi memoria aquel fatídico día que sigue marcando toda mi existencia.
Nunca pensé que mi vida iba a cambiar en cuestión de segundos. Esa noche todo transcurría normalmente, celebrábamos el cumpleaños de un amigo.
Los amigos, las bromas, la música, el alcohol, nunca me había sentido mejor, pensaba.
Todo iba bien hasta que nos subimos en el coche, ese día me tocaba a mi conducir. Era consciente, en el fondo, de que no estaba en condiciones de hacerlo, pero bueno, total, solo eran cuatro kilómetros y controlaba, decía.
Mis amigos iban riendo y contando bromas en los asientos traseros, sin preocuparse de nada. Confiaban en mí, creían que los podía llevar a casa sin ningún problema.
En un momento las cosas cambiaron, por aquella maldita curva que no vi. El coche derrapó y chocó contra un guardarraíl de la carretera, eso le hizo volcar, en un instante di un repaso a toda mi vida como si fuera una película a toda velocidad, o un mal sueño. Recuerdo los gritos, el estruendo del golpe y unas pequeñas explosiones. No sé cuánto tiempo pasó, segundos, minutos, todas las risas, gritos se desvanecieron dando paso a un silencio sepulcral.
Sentí unas débiles voces del exterior que decían: «Está vivo, hay que sacarlo del coche, es posible que se produzca una explosión».
Me decían que había tenido suerte, que estaba vivo. Pero ellos habían muerto y yo no, cuando realmente quien debía de haberlo hecho era yo. Cuando se celebró el juicio poco me importaba lo que me pudiera pasar, al final no fui a la cárcel. Lo peor es que no pude mirar a los ojos de los padres de mis amigos. Era el culpable de su desgracia y sin palabras sus ojos me lo dijeron.
No hay peor tortura que el despertar cada mañana sabiendo que continúo en este mundo, mientras ellos no están y no volverán.
Cargaré con mi culpa y su ausencia el resto de mi vida.