La rebelión del ala izquierda de los demócratas y de algunos que estuvieron con el presidente en sus orígenes se suma al cerco que tienden los republicanos sobre él
19 dic 2010 . Actualizado a las 02:05 h.Ponedle delante un villano, alguien al que tenga que combatir». El consejo lo ofrece Alex Berenson, uno de los escritores de moda en Estados Unidos a los que ha consultado The Daily Beast , órgano online de la crème progresista norteamericana.
La pregunta que debían responder era qué harían para rescatar al presidente Barack Obama si fuese un personaje de novela y la situación por la que atraviesa, parte de la trama. Aunque, como se puede suponer, las respuestas varían dependiendo del encuestado, todas tienen un sustrato común: la nostalgia por el presidente que pudo haber sido y no fue, la impresión de que ha perdido el hilo del relato de cambio en que hizo creer a sus electores, el sentimiento de que las ilusiones que despertó fueron un espejismo en el aire.
La verdad es que es un estado de ánimo representativo de la parroquia demócrata. El resultado de las elecciones para el Senado y la Cámara de Representantes de noviembre terminó de dar la puntilla y tirar del pedestal al Obama de las grandes esperanzas que aún calentaba los sueños de sus más acérrimos partidarios.
En paralelo, abrió interrogantes que tan solo unos meses atrás hubiesen parecido ciencia ficción. ¿Se encamina hacia un desastre tan meteórico como su ascenso? ¿Unirá su nombre al de los últimos presidentes de un solo mandato, George Bush padre y Jimmy Carter?
Curiosamente, estas preguntas no entran en la opinión pública solo por la moral de victoria con que se apresta a dirigir su artillería contra el Despacho Oval la hornada de republicanos que entrará en las Cámaras el próximo enero. Aparecen con la brecha que se ha abierto entre el inquilino de la Casa Blanca y el ala izquierda de su partido a cuenta de la prórroga de las rebajas fiscales diseñadas por el menor de los Bush para las rentas superiores a los 250.000 dólares anuales.
Estímulo camuflado
No han sido pocos los que han señalado que, en realidad, Obama ha negociado bastante bien ya que, a cambio de este guiño a los ricos, arrancó a sus adversarios un paquete de estímulo camuflado por importe de unos 850.000 millones de dólares que hará crecer el Producto Interior Bruto (PIB) en torno al 1 por ciento y podría evitar la destrucción o permitir la creación de unos dos millones de puestos de trabajo en el próximo bienio, sin que le puedan echar en cara que no reduce el déficit.
Lo que ocurre, argumentan los revoltosos que han surgido en sus filas, es que el acuerdo se suma a las cesiones que hizo en la reforma sanitaria, la timidez con que metió el escalpelo en Wall Street o el pundonor con que preservó la política de seguridad de su predecesor. En una palabra, termina de reducir a cenizas la «presidencia transformadora» que había prometido en la campaña.
Orfandad ideológica
Esto ha producido una sensación de orfandad ideológica y generado una ola de indignación que llevó a destacados líderes de opinión demócratas, como Robert Kuttner, a sugerir que conduce al partido al mismo precipicio al que llevó Herbert Hoover al suyo al no haber sabido superar la Gran Depresión de 1929.
Otros, como Michael Lerner, alientan un debate que arde en blogs y listas de correo sobre si debe ser desafiado en las primarias. No es todavía un Tea Party a la inversa, esto es, una insurrección progresista para arrebatarle el timón de la nave, pero señala la aparición de una franja de tierra quemada dentro del electorado demócrata a la que Obama no tendrá fácil movilizar en el futuro.
Comprendería a uno de cada cinco votantes, según alguna encuesta reciente. Y la ejemplifica mejor que nadie Clarence B. Jones, un personaje de la época de los derechos civiles que formó parte del movimiento de base que encumbró a Barack Obama y que ahora propone romper con él con la misma frase que empleó Martin Luther King cuando retiró su apoyo al presidente Lyndon B. Johnson por la escalada de Vietnam: «Hay un momento en el que callar es una traición».
Resentimiento
El presidente tiene dos problemas a mayores. El primero es que la desconfianza entre él y su gente podría crecer si, como todo indica, se reinventa buscando inspiración en la triangulación que ideó Bill Clinton en su día para sobrevivir en un escenario similar. Consiste en situarse en el centro del tablero como si fuera el moderador equidistante de un debate a dos bandas, un árbitro pospartidista que intermedia para poner en común lo poco que une a demócratas y conservadores. El propio acuerdo que selló con los republicanos para no subir la tributación de los pudientes es un síntoma. Otro, las reuniones que ha mantenido con directivos de importantes compañías de su país para sacudirse el sambenito de que aborrece la cultura empresarial.
Lo que ocurre es que maniobras de este tipo, diseñadas para lanzar un mensaje pragmático, tienen el efecto de alejarlo aún más de sus orígenes y de provocar el resentimiento de quienes estuvieron a su lado en aquel momento.
No hay más que oír preguntarse al reverendo Jesse Jackson para cuándo cumbres similares con las fuerzas del trabajo. ¿No sería más urgente, reprocha, abrir un diálogo nacional sobre la pobreza en un país en el que 40 millones de personas dependen de cupones de alimentos?
El segundo problema es que, como cuenta Elizabeth Drew, los republicanos han cursado un máster acelerado de historia para no cometer los errores en los que incurrió Newt Gingrich cuando se encontró con que Clinton perdía la mayoría en el Congreso y pensó que el camino más corto para echarlo de la Casa Blanca era humillarlo.
Si tienen la habilidad de evitar tácticas indiscriminadas que conviertan a Obama en una víctima y que obliguen a salir en su socorro a los votantes demócratas que ahora empiezan a mirarlo con distancia, es indudable que su tercer año en la presidencia puede convertirse en un calvario de verdad.