El escándalo en el que está atrapado Strauss-Kahn ha tenido un efecto clarificador a pesar de todo. Ha permitido observar que el denominado grupo de los BRICS, que forman Brasil, China, Rusia, la India y Sudáfrica, es por el momento poco más que una estrategia de márketing. Sus miembros han logrado llamar la atención, pero no siempre son capaces de llevar a cabo su propia retórica.
Con la cuarta parte de la población mundial y la previsión de que representarán un tercio de la economía del planeta en el 2025, los también llamados emergentes no dejan de recordar que han sindicado sus fuerzas con el fin de obtener una cuota de poder global equivalente a su peso. Pero la verdad es que el lobby no acaba de arrancar. Llegado el momento de hacer valer sus intereses, quienes lo componen optan por salidas individuales para obtener la mayor cantidad de ventajas para si mismos sin preocuparse de lo que hagan los demás.
La prueba es Christine Lagarde. Tan pronto como dimitió Strauss-Kahn, Brasil, China y en menor medida la India se aventuraron en una cruzada para desestimar la tradición de que fuera a parar a un europeo el cargo que dejaba vacante. Sin embargo, su actuación posterior no estuvo a la altura de lo que proclamaban. No solo no fueron capaces de acordar un candidato que hablara por todos sino que, cuando apareció el valiente que dio el paso pensando que contaba con respaldo, se encontró con que Brasil y China ya habían dado luz verde a la francesa.
Es la consecuencia de la naturaleza dual del grupo, cuyos miembros son a la vez aliados y competidores. No tienen inconveniente en unirse para reclamar una mayor presencia sobre el papel, pero en cuanto deben plasmar esa demanda en una posición común surgen los recelos que lo impiden. El temor a que un socio del club consiga una posición de ventaja comparativa en relación con los demás es tan fuerte como la necesidad que tienen de cerrar filas para hacerse sitio entre los poderosos.