Los expertos en terrorismo se esforzaban ayer por hacer entrar los crímenes de Toulouse dentro de la pauta conocida del terrorismo islamista. Sin demasiado éxito. Mohamed Merah no realizó un único atentado espectacular, sino tres series de asesinatos sucesivos, no se suicidó en ellos, no los reivindicó, y todo indica que actuó solo y que no pertenece a ninguna organización ni obedecía órdenes de nadie.
Si se añade su perfil psicológico (coleccionaba vídeos de decapitaciones), sus antecedentes criminales, sus intentos de entrar en el Ejército francés (fue rechazado), y en Al Qaida en Pakistán (también fue rechazado, al parecer), el cuadro que emerge es el de un «lobo solitario» en el estilo del noruego Anders Breivik, o de los francotiradores que de vez en cuando abren fuego en lugares públicos en Estados Unidos y otros países. O como el soldado norteamericano que hace unos días mató fríamente a dieciséis personas en Afganistán, entre ellos nueve niños.
Islamista atípico
Este hecho de que Merah fuese un «islamista atípico», como le han llamado las fuerzas de seguridad para evitar el término psicópata, es lo que explica que los servicios de inteligencia, que le interrogaron a su vuelta de su viaje a Afganistán y Pakistán, le dejasen marchar.
Aunque ya se están oyendo críticas a lo que se interpretan como errores de la seguridad, lo cierto es que este tipo de terrorista es muy difícil de detectar. El único consuelo es que, precisamente porque son atípicos, atentados de esta clase ocurren muy raramente. Son fortuitos. No indican una tendencia, no forman parte de una campaña, no reflejan un estado de opinión, ni siquiera entre la comunidad musulmana de Francia, donde hay que recordar que no ocurría un ataque islamista desde hacía veinte años. Mañana podría producirse otro o no volver a suceder nada parecido en otros veinte. Dentro de la tragedia, para los servicios de seguridad, es la mejor posibilidad entre muchas otras peores.