E stá claro que algo pretendía Barack Obama al obligar a los líderes del G-8 a hacer una escala en Camp David, cuando podían haberse encontrado ya en Chicago, donde empieza mañana una cumbre de la OTAN en la que participan la mayor parte de ellos. Quizás quería simplemente diferenciar ambos encuentros, pero no hay que descartar un ejercicio de escenografía política.
Una vez formalizado el «frente antiausteridad» con Francia en el encuentro con François Hollande en la Casa Blanca, se trataba de darle visibilidad y lograr que Alemania aceptase el comunicado final, ya redactado anticipadamente, en el que se habla de conjugar austeridad y crecimiento. Camp David es la más «budista» de las residencias presidenciales norteamericanas. Roosevelt, que la hizo construir, lo llamó «Shagri-la», como la imaginaria ciudad del Himalaya en la que todos sus habitantes viven eternamente y sin preocupaciones (lo mismo que la eurozona, diría alguien irónicamente). En este lugar casi monacal, en el que los invitados se alojan en cabañas de madera y se desplazan en silenciosos cochecitos eléctricos de golf, podría resultar más fácil inducir a Angela Merkel a meditar sobre su creciente soledad en la escena mundial.
Desgraciadamente, la capacidad de influencia de Obama en este asunto no va mucho más allá de proporcionar el decorado para una transformación que parece que va a ser más un lento caer en la cuenta que una epifanía. Pero las grietas en el fanatismo económico alemán van apareciendo poco a poco. Se acepta ya el uso de la palabra crecimiento, aunque se discuta su significado, y algunos hechos concretos invitan a la esperanza, como el acuerdo salarial al que acaban de llegar los sindicados alemanes con la patronal y que, con una subida del 4,3 %, supone más del doble de la inflación. Este sería el comienzo del impulso a un mayor consumo interno que estaban pidiendo a gritos los demás países, con Estados Unidos a la cabeza. Son gestos todavía tímidos y el discurso en Berlín no va a cambiar al menos hasta las elecciones griegas, pero puede ser que en el futuro esta cumbre del G-8 se recuerde como un punto de inflexión.
La duda es si ha aparecido ya una alternativa clara a las políticas actuales. Los desacuerdos no se circunscriben a Alemania. François Hollande tropezó con David Cameron cuando propuso tasar la circulación de capitales, una medida que perjudicaría a la economía británica, que depende fuertemente del negocio financiero de la City londinense. La postura del primer ministro británico sigue siendo demasiado ambigua. Sus recriminaciones a la eurozona están dirigidas a encontrar culpables para el fracaso de su propia política de austeridad, y más que criticar la política alemana crítica al euro, con lo que no es un aliado conveniente para Francia.
Hasta Italia, encantada de poder fotografiarse en este foro de países ricos y secretamente feliz de que sea España quien se encuentre ahora bajo los focos, ha preferido ofrecer un perfil bajo en este debate. El «frente antiausteridad», por tanto, sigue reduciéndose de momento a Francia. Y todo indica que habrá que esperar al inminente estallido de la crisis griega, tome la forma que tome, para que se aclare lo que en el comunicado de la cumbre de ayer sigue siendo demasiado vago: ese equilibro entre «austeridad» y «crecimiento».