Resulta inquietante la desidia con la que los 27 países que permanecen en la Unión Europa han digerido la salida del Reino Unido de su selecto club.
Esa complacencia, que tiene tanto de caduco ombliguismo como de arrogante ignorancia, desdeña los desafíos de un mundo en plena reconfiguración y es el síntoma más evidente de la alarmante miopía con la que los líderes de la UE analizan una realidad cambiante en la que, mientras nosotros bostezamos, colosos como China o Rusia ganan posiciones, recursos y mercados.
Por supuesto, el principal responsable de la delirante decisión de bajarse en marcha del proyecto europeo es, sin duda, el Reino Unido. Pero la cerrazón que lleva a dirigentes como Merkel y Macron a felicitarse por haber dejado en la cuneta a un socio siempre incómodo y respondón les impide calcular fríamente cuánto pierde la UE con esta abrupta separación.
Sobre la endiablada severidad con la que Alemania lleva las riendas de la Unión Europea podríamos contar muchas cosas los ciudadanos del sur, víctimas de los sofisticados tormentos de su ortodoxia financiera durante la recesión. Nadie osó rechistar entonces. Pero ahora, un país con el suficiente peso para no rendir cuentas ha aprovechado la primera ocasión para desmarcarse de los mandamases de Berlín.
¿De verdad alguien se cree todavía que los únicos culpables de este desaguisado son Boris Johnson, Nigel Farage y los rudos habitantes de la Inglaterra rural?