Hoy se cumple un año del fallecimiento del artista universal de Castroverde
11 oct 2022 . Actualizado a las 05:00 h.«Yo exploro en el subconsciente pero no hago cadáveres exquisitos. Eso es tarea de desocupados». Eso opinaba Paco Pestana, fallecido hace hoy un año, de la pretendida influencia que el surrealismo ejercía en sus creaciones.
Surrealista o no, el Pestana que hoy recuerdo un año después, era un ser atípico y un artista difícil de encajar en los cánones inventados. Un individuo gravemente alérgico a cualquier tipo de clasificación.
Escultor, pintor y poeta, se consideraba un aldeano enamorado de su país, «un país jodido de gente jodida, con tendencia a bajar la cabeza». Un amante del campo y las bestias, ansioso de perderse en el monte con su perro Precipicio, apoyado en un bastón improvisado y con unas botas de goma como única indumentaria.
Paco absorbía, procesaba y recreaba cuanto veía a su alrededor. Ávido explorador de paisajes y sujetos, exhibía una capacidad implacable para arrancarle el alma a cuanto le acechaba. Fabricante de esencias rurales, pivotaba necesariamente sobre sus raíces, profundamente enterradas en el municipio lucense de Castroverde. Allí asistió, impactado y sobrecogido, a los salvajes rituales del agro gallego de antaño. Sus ojos de niño se petrificaron con el brillo de la sangre caliente recogida en las matanzas y batida después para hacer filloas. Su olfato afilado se forjó entre el heno humeante y los restos de gallinas viejas, momificadas en los losados convertidos en escalofriantes depósitos de cadáveres, talismanes contra la mala suerte.
Nada es casual en la vida ni en el arte. Tampoco la obra de Paco. Su historia, groseramente aquilatada en breves biografías, es tan extremadamente angulosa que no admite resumen. Cada vivencia dejó pátina en su piel y se estampó mordazmente en sus creaciones.
¿Quién las define o clasifica? ¿Quién puede adjetivarlas con uniformidad estilística? Si esculturas, cuadros y poemas son auténticos excesos, tsunamis nacidos en el fondo del corazón. No hay contornos ni reglas. Ni previsión ni maestros. Tampoco discípulos.
Simple acracia. Un dictamen imposible en un tribunal sin juez. Fascinado por las performances, buscó con impaciencia la transgresión. O más que eso, la generó. La llevaba en su sangre, la misma que transfundió a sus tallas de madera noble, a sus trazos irreverentes y a sus letras ingobernables.
Aborreció las equidistancias, las influencias academicistas y los dogmas. Y desde el cucharón de una excavadora fue devoto del pregón de fiesta parroquial. Agasajó a sus amigos con ramos de grelos en vez de rosas. Y, siempre, todo en torno a una mesa redonda en la que el santo grial fue la narcótica magia de su tierra, siempre en busca y captura. Siempre en el corazón.
Este hombre vivido y viajado, transeúnte de revoluciones y comunas, pionero de sistemas agrarios solidarios, lastrado únicamente por el amor a su país, encontró de forma casi patológica, inspiración en las bestias y en la naturaleza. Su tributo fue para ellas. A su nobleza, a su belleza, a su poesía.
Su caos de animales disecados, flores de plástico trituradas por el tiempo y cuadros alegóricos del natural, cohabitaron con juguetes desclasados y muñecas hinchables.
Estampas de naturaleza muerta. Un tributo al absurdo. Un desafío a la vida partiendo de la muerte. Un esperpento. Conciencia animalista y erotismo. Provocación.
Nada que añadir.
Marga López Blanco. Huérfana del amigo y el maestro.