El llamado neoliberalismo no atraviesa por su mejor momento. La enrevesada evolución de la economía en los últimos años ha traído como consecuencia que muchas de las ideas que hace tres o cuatro lustros muchos pensaban que habían llegado para quedarse sean ahora consideradas como equivocadas y nocivas. Particularmente reveladora ha sido la crítica formulada por algunos de los principales economistas del FMI -sin duda, el organismo que antes más había destacado en su defensa cerrada- en su revista oficial (El neoliberalismo, ¿sobrevalorado?, Finanzas y Desarrollo, 2016). De igual modo, en medios como Financial Times o Fortune aparecen ahora visiones negativas de ese fenómeno que hasta hace poco tiempo eran impensables.
La historia de la extraordinaria pujanza del movimiento neoliberal a partir de la década de 1970 es bien conocida. Se supone que por entonces surgieron un conjunto de argumentos, aportados por autores como Milton Friedman, que rompieron por completo con el anteriormente predominante consenso keynesiano. Un pléyade de autores propusieron nuevos razonamientos y teorías que, aun siendo diferentes entre sí, coincidían en lo fundamental: destacar que el Estado es un órgano en sí mismo ineficiente y la mejor forma de garantizar el progreso es dejarlo todo en manos de la economía privada, de los mercados. Se trataría de lo que muchos han llamado «fundamentalismo del mercado». Desde los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, la influencia de esas ideas en la formación de políticas no dejaron de ir a más.
Sin embargo, recientemente han aparecido algunos trabajos que revisan la sencillez de esa línea de interpretación. En particular, es interesante el libro de Quinn Solobodian Globalist. The end of Empire and the birth of Neoliberalism (Harvard, 2018). Este autor sugiere que el origen de ese movimiento estaría mucho más atrás, en el período de entreguerras y, sobre todo, el fin del colonialismo. La clave para entenderlo no radicaría tanto en la defensa a ultranza del mecanismo de mercado como hecho natural, sino en un «globalismo militante». Para los neoliberales, la acción del Estado y el peso de la ley, lejos de ser irrelevantes, juegan papeles fundamentales. Pero deben de ir más allá de los estados nacionales. Con la caída de los imperios, el objetivo central sería «mantener un orden internacional que salvaguarde al capital y proteja su derecho de moverse a través de todo el mundo». Es decir, el proyecto neoliberal pretendería, más que suprimir el Estado, reconfigurarlo y rediseñar el papel de la ley. En ese análisis la figura clave no sería Friedman, ni siquiera Hayek, sino un autor menos conocido, Wilhelm Röpke, cuyas ideas tuvieron gran influencia en la creación de organismos internacionales como la OMC.
Una aportación particularmente interesante de este libro es el análisis de la relación entre neoliberalismo y democracia. Lejos de caminar en la misma dirección, esa relación es con frecuencia contradictoria, pues para los neoliberales, señala Slobodian, la decisión popular en ningún caso puede ir contra el principio de integración en el orden de los mercados mundiales. El entusiasmo por la democracia se desvanece cuando esta pone límites a la propiedad y a los mercados. En ese sentido, cabe recordar la bien conocida implicación directa de algunos de estos autores en la dictadura chilena. Lo es menos que algunos de ellos, como el propio Röpke, fueron apasionados defensores del régimen de apartheid sudafricano.
Ensayo controvertido, pero extraordinariamente documentado, la lectura de Globalists nos muestra que las tendencias hacia el hipercapitalismo contemporáneo son acaso más complejas de lo que se había pensado.