
Las crisis sanean los sistemas productivos y eliminan aquellas empresas menos eficientes. Y por eso se ve más afectado el volumen de empleo que el de producción. Así se observa en la historia reciente de la economía española. Las políticas públicas tienen que ser más útiles: reformar el sistema educativo, favorecer un aumento del tamaño de las empresas, el uso de la tecnología y de la innovación, revertir las carencias y perversiones de los marcos regulatorios y desarrollar el capital humano
27 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.La producción total de cualquier país, lo que denominamos el PIB, se puede descomponer, por ejemplo, en dos factores: el empleo y la productividad. Si hay más gente trabajando es probable que se produzca más. La productividad (aparente del factor trabajo) hace referencia a lo que produce un trabajador por hora trabajada. Así, el producto total puede crecer debido a que aumenta el empleo y/o a que lo hace la productividad. Esta descomposición del PIB es la que hemos representado en el gráfico adjunto. Unas notas previas. Iniciamos el análisis en 1993, debido a que es la última crisis que la economía española ha superado de modo irreversible. Arrancar desde ahí nos permite tomar una fase de crecimiento de quince años (hasta 2008) y la fase de crisis posterior, hasta ahora. Además, tiene otra ventaja. En 1993 estaba ya consumado el trasvase de trabajadores desde la agricultura a otros sectores de la economía, con las elevadas ganancias en la productividad que esto significó. Una segunda nota tiene que ver con el concepto de productividad. La producción por hora trabajada (por trabajador equivalente a tiempo completo) es el medidor más exacto del crecimiento económico. Los crecimientos en la productividad permiten crecimientos también en los salarios, en los ingresos fiscales, en los consumos, etc. en un marco de estabilidad macroeconómica. Y lo que es muy relevante en el caso español: el crecimiento de la productividad es un elemento fundamental en la creación de empleo nuevo.
El gráfico adjunto recoge la evolución del PIB y del empleo en el período considerado. Además, refleja también el cociente entre el PIB y el empleo, léase, la evolución de la productividad. El gráfico muestra unos resultados elocuentes. La productividad crece en los períodos de crisis (por la vía de la eliminación de empleos), pero en las épocas de crecimiento prácticamente se estanca. En efecto. En 1996 ya estábamos recuperados de la crisis de 1993. En ese período, la productividad se incrementó un 5 %. En la fase de crecimiento posterior (hasta 2008) aumenta solo un 3,7 % en esos 12 años. Entre 2008 y 2013, lo hace un 13,8 % y, a partir de ahí, vuelve a estancarse hasta la pandemia en 2020. En las crisis, la producción disminuye menos de lo que cae el empleo y, en las expansiones, el empleo crece casi al mismo ritmo que la producción. Otra lectura del gráfico es que la productividad en España crece a golpe de crisis económica, acompañando el ciclo de producción. Parece una maldición. Con las crisis, la productividad aumenta y la expansión posterior parte de esa productividad recién aumentada. Las crisis sanean los sistemas productivos, eliminando aquellas empresas menos eficientes, aquellas en las cuales la productividad es más baja. Por eso se ve afectado el empleo más que el volumen de producción, incrementando la productividad media del sistema. Este es el funcionamiento de cualquier mercado. Puro y duro. La pregunta es ¿dónde está el Estado y sus políticas al respecto?
Recientemente, se ha publicado España 2050 (Fundamentos y propuestas para una Estrategia Nacional de Largo Plazo), un trabajo muy completo y exhaustivo sobre la economía española y las tareas que tiene pendientes. Como no podía ser de otra manera, la productividad es el punto de partida (Capítulo 1, Págs. 51 y siguientes). Vale la pena consultarlo. Ahí se explican las razones por las que las políticas públicas tienen que ser más eficientes en lo que se refiere a la productividad: reformar el sistema educativo, aumentar el tamaño medio de la empresa, favorecer el uso de la tecnología y la innovación, revertir las carencias y perversiones en los marcos regulatorios, aflorar la economía sumergida, desarrollar el capital humano, limitar la temporalidad en los contratos laborales, etc.
Por mi cuenta, añadiría dos reflexiones más. La primera tiene que ver con las ganancias de productividad que permanecen ocultas. El crecimiento de la productividad en España no alcanza el 1 % anual desde 1993 hasta la actualidad, creciendo a trompicones y a golpe de crisis. En la comparativa internacional, la productividad española no alcanza la media europea y es más baja en todos los sectores que componen nuestra economía. Es muy semejante a la de los países de la periferia, mayormente Italia. Ahora bien, ¿cómo es posible que la introducción de las nuevas tecnologías no se haya reflejado en crecimientos de la productividad, sobre todo a partir de 2013? Podemos pensar que ha sido así debido a que vamos retrasados en la adopción de estas técnicas y que eso explica como la productividad en España está estancada. Eso es cierto y la explicación es muy factible. Me gustaría añadir algo.
Gran parte de la productividad de los trabajadores y de las tecnologías empleadas podría estar oculta en los productos, camuflada bajo el aumento en la calidad de los mismos. No producimos más, sino que producimos lo mismo, pero con calidades muy superiores. Hoy fabricamos bombillas que duran 50.000 horas o existen fabricantes de automóviles que ofrecen 7 años de garantía. Y estos incrementos en la calidad de los productos no se contabilizan en el PIB. Son crecimientos de la productividad ocultos. Pero ahí están. En definitiva, el desarrollo científico y técnico facilita la vida de las personas, pero no incrementa la productividad de una forma que pueda contabilizarse. La paradoja de la productividad.
La segunda reflexión. El caso español, o el italiano, sobresalen por su claridad, pero no son los únicos. En la mayoría de los países de capitalismo avanzado, la productividad crece muy lentamente. En otros términos, podemos haber entrado ya en una fase de estancamiento secular. Veamos. En 2013, Larry Summers rescata la idea de Alvin Hansen planteada en 1930 en plena Gran Depresión: el envejecimiento de la población, el reducido impacto de las nuevas tecnologías en el volumen de producción, un exceso de ahorro que no encuentra salida en la inversión, una productividad estancada, un endeudamiento masivo, etc. llevan a pensar en un futuro con crecimientos del PIB muy reducidos y con niveles de desempleo elevados, tanto en el medio como en largo plazo. Tendríamos un magnífico ejemplo en la economía japonesa. Y en algunas otras más. La propuesta del propio A. Hansen era incrementar el gasto público para sustituir a una demanda privada incapaz de dinamizar el capitalismo nacional. A L. Summers le siguieron Paul Krugman, Barry Eichengreen, J. Bradford Delong, y una larga lista de economistas encuadrados en el (neo o post) keynesianismo.
Esta expansión del gasto público es la que estamos presenciando ahora en la economía norteamericana, una expansión del gasto de unas magnitudes descomunales. Muy superiores a las que tenemos en Europa. La pregunta es, ¿y después qué? Necesitaríamos un impacto tecnológico como el que significó, en su momento, la máquina de vapor, la electricidad, el motor de explosión, etc. que haga volver a retomar el crecimiento y el empleo. Por cierto, Alvin Hansen no podía percibir que a partir de los años treinta del siglo pasado, el motor de combustión interna iba a cambiar el mundo: mecanización de la agricultura, éxodo rural, migraciones, desarrollo urbano, infraestructuras de transporte, industrialización, etc. Casi casi, si se me apura, el mundo que tenemos hoy. Ahora bien, como escribía Krugman: la productividad no lo es todo. Pero, a largo plazo, lo es casi todo.
Julio G. Sequeiros Tizón es Catedrático de Economía