Otra vuelta de tuerca. Otro gran shock externo inesperado. En los últimos quince años la evolución de la economía internacional, y particularmente la europea, es un continuo sinvivir. En este drama hay un personaje que aparece en escena una y otra vez: el famoso cisne negro. Se suele llamar así al «impacto de lo altamente improbable»; es decir, un fenómeno imprevisto, ajeno a lo que se considera desarrollo normal y racional de los acontecimientos, y cuya irrupción brusca provoca una ruptura dolorosa en la economía o el conjunto de la vida social. Es lo que ocurrió en el 2008 con una crisis financiera para la que no estábamos preparados; luego la gran pandemia. Y ahora con esta guerra en el este de Europa.
¿Cuál será la repercusión económica de la invasión de Ucrania? Dependerá de lo que dure el conflicto, de si se enquista o no, y de hasta dónde llegue la escalada de sanciones. Pero todo indica que a corto plazo sus costes los vamos a ir sintiendo con fuerza, en nuestros bolsillos y en el estado de las cuentas macroeconómicas.
En una perspectiva temporal más dilatada, ¿cuáles pueden ser esos efectos? Para no entrar en un terreno demasiado especulativo, me limitaré a señalar dos. El primero, y que ahora mismo está en todas las conversaciones, es la posibilidad de que, si la guerra dura, la inflación se consolide en niveles altos, impensables hace tan solo un año. Algo que tendría, sin duda, consecuencias muy perturbadoras para la economía y la acción de los gobiernos, que hace muy poco se presuponía lanzada hacia una transformación a gran escala de los modelos productivos. Sería, en efecto, muy problemático, pero podría ser un grave error darlo por seguro y condicionar a ello las políticas económicas.
La otra gran repercusión —esta, en mi opinión, segura— es que a uno de los rasgos fundamentales de la economía mundial de los últimos treinta años —la globalización— podemos decirle adiós, al menos en la forma que hemos conocido. En este punto es obligado recordar que la globalización, al menos la de carácter comercial, lleva casi una década dando algunos síntomas de agotamiento. En ese tiempo, las medidas proteccionistas en todo el mundo se han doblado y la inversión directa se ha visto reducida a la mitad. No es raro que el Consejo de Inteligencia norteamericano afirmara ya en el 2021 que «viene un entorno más complejo y fragmentado para el comercio» y que «el crecimiento económico orientado por el comercio se reducirá significativamente».
Lo que antes de la guerra se atisbaba eran unos mercados globales cada vez más escindidos en dos grandes bloques, a la cabeza de los cuales se situaría una de las grandes potencias actuales, Estados Unidos o China. Dos bloques con fuerte competencia (por ejemplo en materia tecnológica) y no pocas tensiones, pero también con líneas de cooperación entre sí. La guerra de Ucrania refuerza considerablemente la posibilidad de ese escenario, y lo hace más bronco y proclive al conflicto.
Pero hay un segundo aspecto menos conocido: hasta ahora la parte de la mundialización económica que apenas ha experimentado un retroceso es la financiera. Pero eso pudiera estar cambiando: la cancelación del uso de las reservas rusas de divisas y su apartamiento del sistema Swift podría abrir el camino para que un cierto número de países decidieran apartarse de los mercados globales de capital. De ser así, estaríamos ante otra notable e inesperada novedad: la fragmentación de las finanzas.