Tras varias décadas de confianza casi ciega en que la prosperidad vendría de la mano del orden natural y la expansión continuada de los mercados, ahora parece que estamos en otra cosa. La sucesión de sorpresas que a cada rato sacuden nuestra economías y, sobre todo, la percepción de que estas avanzan de un modo inexorable hacia una profunda transformación —un proceso excepcional de destrucción creativa— traen consigo algunas ideas nuevas sobre el futuro que nos aguarda, en el que muy probablemente, gobiernos y empresas, lo público y lo privado, desarrollen nuevas relaciones, nuevas vías de cooperación y sinergia. Algunos autores de primer orden, como Dani Rodrik y Mariana Mazzucato, están aportando argumentos interesantes y cada vez más influyentes en esa dirección.
De la última autora citada es un libro reciente, Misión economía (Taurus, 2021), en el que se plantea que este es un momento adecuado para que los gobiernos asuman objetivos ambiciosos, pues estamos ante todo un proceso de reinvención que «exige un nuevo relato y un nuevo vocabulario para nuestra economía política». Si hay un juicio que resume esa perspectiva de reinvención es que «la economía debe servir a un propósito» (tal y como ocurrió en los Treinta Gloriosos años tras la Guerra Mundial), por el cual trabajen los diferentes actores económicos.
Para avanzar en la definición de ese «propósito», de forma que no quede en algo meramente retórico, es interesante partir de dos notables líneas de análisis que en los últimos años han contribuido a cambiar las percepciones de lo que de verdad son los Estados, por un lado, y las empresas, por otro, en su condición de agentes económicos. En cuanto a los Estados, ahí están los argumentos —debidos, entre otros, a la propia Mazzucato— que los sitúan como elemento esencial de los procesos de innovación (como ha quedado acreditado en algunos de los mercados en los que los desarrollos tecnológicos son más intensos, como los farmacéuticos o en las tecnologías de la información). Nada más opuesto a la concepción de la acción pública como un mero lastre, un factor burocrático de retraso, que estas nuevas ideas sobre el Estado emprendedor.
Y por el otro lado, cada vez tiende a aceptarse más que «sin un sentido de propósito, ninguna compañía, cotizada o no, puede alcanzar su pleno potencial» (palabras de Larry Fink, consejero de Black Rock). Es decir, sus estrategias deben responder no sólo a los accionistas, sino también a los intereses de sus trabajadores, de sus clientes, o de los territorios donde se ubican. La toma efectiva en consideración de los criterios ESG (enviromental, social and governance) en la dirección de las empresas sería una de sus más claras manifestaciones.
Ambos tipos de argumentos renovados podrían converger ahora en el ambicioso propósito de transformar los sistemas productivos, multiplicando la fuerza de los vectores de innovación. Es eso lo que está detrás de los programas de inversión europeos que a una escala nunca vista se están poniendo en marcha. En el caso de España, ello se concreta en la elaboración de los Perte. En la búsqueda de nuevos espacios de interacción, nuevas sinergias, entre los sectores público y privado aparece con claridad una posibilidad real de avanzar en una trayectoria transformadora de las políticas industriales. Conseguir que todo eso progrese sin dar lugar a nuevos monstruos sociales (en forma de una mayor desigualdad y extensión de la pobreza y el malestar) sería la concreción del gran propósito del que hablamos. Para ayudarnos a avanzar por esas complejas aguas ha escrito José Moisés Martín Carretero un libro de lo más interesante, El futuro de la prosperidad (Ariel, 2022). No se lo pierdan.