Esta misma semana, en plena polémica sobre el salario mínimo, el presidente de los empresarios se preguntaba si en un bar de pueblo en el que entran cuatro gatos se podían pagar salarios de dos mil euros. Resulta evidente que no. Cualquiera que haya entrado en ese tipo de establecimientos (cada vez quedan menos) sabe que, generalmente, los regenta el propietario y que se basta solo para que ese negocio vaya tirando hasta que llegue su final, como si fuese un anciano. Ni necesitan, ni quieren contratar a nadie. Porque, puestos a recurrir a la hostelería, habría que preguntarse por qué los bares ubicados en zonas de alta demanda no encuentran camareros y van cubriendo sus vacantes, generalmente, con población inmigrante. Y aquí la cuestión es mucho más compleja: después de años de vacas gordas y de excesos, de jornadas interminables, de contratos a tiempo parcial para cubrir puestos a tiempo completo, resulta que la población oriunda ha dado la espalda a un sector que cuando podía pagar más de lo que pagaba, en realidad, pagaba muchísimo menos. Años y años de precarización del que han tomado buena nota muchos ciudadanos, que dan la espalda a un sector que, ahora, cada vez más necesitado, se lamenta de la falta de mano de obra. Pues ahora habrá que recurrir a la tan admirada ley de la oferta y la demanda, y concluir que, cuando un bien es escaso (la mano de obra en la hostelería), sube su precio. Así que es muy sencillo: si faltan camareros, habrá que pagarles más. Es el mercado, amigo. Porque cuando hay un excedente de mano de obra en una determinada actividad, a no ser que alguien nos demuestre lo contrario, la realidad nos dice que el salario tiende a bajar. Los empresarios del sector llevan muchos años muy mal acostumbrados. No olvidemos que, hace poco, el presidente de la Confederación Empresarial de Hostelería de España, José Luis Yzuel, llegó a decir —en un alarde de torpeza— que, en este país, de toda la vida, se había hecho media jornada, «de doce a doce». Pues eso.