
El papelón de Elon Musk recuerda al de esos adolescentes irresponsables que creen infundir respeto paseando un perro de raza peligrosa. Pero un buen día el animal se desprende de la correa, se escapa y lo que era un modo tosco de ganarse la autoridad acaba convirtiéndose en tragedia. El pitbull se ha cargado el jardín del vecino, ha asfixiado a su mascota y corre descontroladamente hacia no se sabe dónde, quizá al parque, donde morderá al primero que se encuentre por delante. La broma del perro sale cara, porque hay que pagar multas e indemnizar a las víctimas. Y todo acaba mal, rematadamente mal, con el dueño desprendiéndose del animal, arrepentido del desaguisado. Algo así debe estar pensando Musk después del monumental desplome de las acciones de Tesla y de la enloquecida y desmesurada política comercial de un señor que, al menos por ahora, parece completamente fuera de control. El mundo observa perplejo esta costosísima e innecesaria deriva que nos ha puesto al borde del precipicio y cuya factura empieza a ser insoportable para Estados Unidos, donde ha resucitado un macartismo ramplón, versión alitas de pollo y botas camperas, que está poniendo en jaque centros de investigación punteros., hospitales, universidades y otras instituciones. En cierto modo, todo esto recuerda a las enfermedades autoinmunes, cuando son tus propias defensas las que se encargan de atacar los órganos vitales de tu cuerpo. Y ahí están Trump y su núcleo cercano de abducidos abocando gratuitamente a su país y al resto del mundo a una profunda recesión económica. Lo sucedido estas semanas nos devuelve inquietantemente a la oscuridad del pasado, a la insensibilidad de los poderosos al dolor y el perjuicio ajeno, a esa peligrosísima obsesión de algunos líderes de que todo es fruto de una confabulación para dañarlos a ellos y a su país. Una espiral febril y enloquecida, que parece ir más allá de una mera representación, y que dibuja un panorama aterrador, de consecuencias catastróficas.